Trabajé con él, también, cuando dirigía Colloquia, el centro cultural que funcionó a principios de los 2000 en La Cúpula, en la zona 9 de la ciudad de Guatemala. Quizá algún melancólico aún lo recuerda. Hasta tuve el dudoso honor de que me despidiera. Pero, claro, no fue él. No puedo imaginar a Javier queriendo despedir a alguien. Le tocó decírmelo. Los fondos de las agencias de cooperación se agotaban, y de todos modos siempre pensé que mi trabajo de medio tiempo allí era un poco superfluo, es decir, que realmente no necesitaban tenerme allí. Pero aprendí bastante, eso sí. Aprendí que el mundo del arte en Guatemala está tan lleno de rencillas y pequeños feudos como el de la música, que hay egos tan grandes que no caben en ninguna galería o tarima, que promover actividades culturales en países como Guatemala es como buscar vida extraterrestre. Pero también aprendí que Payeras es un buen tipo: irónico, mordaz y ligeramente optimista, con un humor negro francamente refrescante y una agnóstica fe en el poder de las palabras y la escritura, un poder sanatorio, no necesariamente explicativo.
Allí, en Colloquia, lo veía, después de las cinco, tecleando en una computadora cuadrada y añeja, muchísimo más lenta que las oraciones que se iban formando en su cabeza. Sospecho que muchas de esas palabras se quedaron trabadas en sus dedos o en el disco duro, sin poder llegar a formar el párrafo o la oración pensada. Lo que probablemente sea algo bueno. Y no lo digo yo. Me lo dio a entender el mismo Payeras una vez que me dijo que nunca escribía historias, que las historias con sus personajes armaditos y dispuestos a ser parte de un conflicto que el narrador debe resolver no le interesaban en lo más mínimo. Lo suyo, me dijo, era, y es, escribir imágenes. Y las imágenes, lo sabemos, nunca caben completamente en oraciones sintácticamente impolutas, en párrafos quirúrgicamente hilvanados. Las imágenes son, más bien, pedazos siempre incompletos de algo más amplio, inabarcable, necesariamente incompleto. Pero me desvío del tema —o quizá no; nunca se sabe—, ya que no es de Payeras de lo que me interesa hablar aquí, sino de lo que escribe, en particular de tres novelas que forman una especie de trilogía de la precariedad y el nomadismo urbano: Ruido de fondo, Días amarillos y Limbo. Y hablaré sobre ellas no desde la perspectiva del cinismo, la abyección o el desencanto —perspectiva desde la que muchos críticos han analizado la literatura de posguerra en Centroamérica al leerlas como aún haciendo el duelo de la historia reciente—, sino más bien desde el presente mismo en el que fueran escritas y desde su futuro.
Las novelas de Payeras, más que ser novelas, son en realidad fragmentos medianamente hilvanados que nos llevan del pie —y lo de pie lo digo literalmente, pues, como veremos, los narradores en estas novelas son siempre nómadas urbanos— por una ciudad de Guatemala también fragmentada y fragmentante. En esta doble connotación de fragmentar quizá esté la clave que intenta dar lenguaje a esta ciudad silenciada. Fragmentada, pues si algo define a esta ciudad es su alto grado de segregación étnica y de clase. Segregación que se refleja en el uso diferenciado de medios de trasporte, en la división casi quirúrgica de las diferentes zonas y barrios de la ciudad y, claro, en la cantidad casi infinita de garitas de seguridad que intentan domesticar el miedo colectivo a ese otro que imaginamos siempre violento, siempre indescifrable, siempre ajeno. Y fragmentante porque la ciudad misma reproduce en nuestro imaginario y comportamiento, en nuestra propia conceptualización del espacio urbano y de las relaciones sociales, esas mismas divisiones naturalizándolas, mostrándolas como parte intrínseca no solo de lo que somos, sino de lo que fuimos y debemos seguir siendo.
Es en medio de esta ciudad fragmentada y fragmentante donde caminan los narradores de Payeras. Y cuando digo caminan lo digo más que nada pensando en la tercera acepción que da el diccionario online de la RAE: «Ir andando de un lugar a otro». En efecto, ir de un lugar a otro sin fin ni objetivo aparente es lo único que realmente hacen los narradores de estos textos. Eso, si entendemos hacer como el acto voluntario de ejecutar una acción. En este sentido, las novelas de Payeras son también una especie de tributo al nomadismo urbano, al caminar por la ciudad sin fin aparente, más que el de intentar darle lenguaje. Pero no para entenderla —sabemos que las ciudades nunca se entienden—, sino para resignificarla, para situarla en un plano simbólico diferente y así poder finalmente huir de ella. Como señala el narrador de Días amarillos: «No hay que creer. Basta con salir a caminar» (35).
Lo que en las novelas permite el nomadismo urbano es el desempleo del narrador o su precariedad laboral. En Ruido de fondo, el narrador perpetuamente habla de estar buscando trabajo: «La sociedad tiene la obligación de respetarme» (59). Pero esa supuesta búsqueda de trabajo funciona en la novela más como una especie de justificación del perpetuo caminar del narrador que como un fin u objetivo. En otras palabras, el narrador busca trabajo, pero sin querer realmente encontrarlo. En Días amarillos, por su parte, el narrador trabaja como reportero-redactor-fotógrafo de nota roja mal pagado, lo que lo mantiene en permanente contacto con los sujetos y aspectos más abyectos de la sociedad guatemalteca, así como con los remanentes de un sistema político-económico que pareciera situar a cualquier individuo en el borde mismo de la precariedad y la exclusión. En esta novela, caminar es también el único acto que le da sentido a la existencia. Como el mismo narrador lo señala: «Caminar es mi mejor vicio. Andar, meterme en los ambientes más sórdidos. Me gusta salir a deambular por las noches. Marejadas de travestis, putas, pedófilos y drogadictos que parecieran no tener lugar en cualquier sector civilizado» (51). Por su parte, el narrador de Limbo trabaja como publicista también mal pagado, aunque en esta novela señala explícitamente desde el principio que de su trabajo no quiere hablar, lo que nos lleva a suponer que no hay nada en ese trabajo que lo defina como sujeto.
En estas tres novelas es precisamente el estar desempleado o tener un trabajo precario lo que permite a los narradores tener el tiempo para llevar a cabo las actividades que realmente valoran: leer, caminar, emborracharse con los amigos y criticarlo todo. Sin embargo y al mismo tiempo, es también el tener que subsistir, aun mediante un trabajo precario, lo que les impide dedicarse completamente a lo que más anhelan: escribir. Es en medio de esta aporía donde habitan los narradores de estas novelas (y quizá también el mismo Payeras). No hablamos aquí ya de un sujeto cínico, abyecto o desencantado. Hablamos más bien de un sujeto-narrador que revela, cuestiona y resiste una forma particular de conceptualizar y construir al sujeto y su relación con lo político, social, económico y cultural.
Como bien lo explica Wendy Brown en su libro Undoing the Demos (cuyo argumento explica en esta entrevista), en las últimas décadas hemos sido testigos sufrientes de la consolidación del neoliberalismo como la racionalidad política hegemónica, la cual ha economizado todas las esferas de la vida y suplantado el proceso de subjetivación desde lo político por uno en el cual el sujeto es construido y encuentra su legitimación únicamente a través de su habilidad y capacidad de competir y participar en el libre mercado como productor, trabajador y/o consumidor. Más aún, el valor moral del sujeto es únicamente juzgado con base en su capacidad de internalizar los supuestos preceptos morales que la racionalidad neoliberal le impone, es decir, los de un individuo absolutamente racional, autónomo y soberano cuyo único interés debe ser satisfacer sus propios deseos, necesidades y ambiciones. De esta forma, el sujeto moral neoliberal es construido como un individuo interesado en cuidar de sí y solo de sí mismo, como un sujeto absolutamente responsable de sus actos y decisiones, de sus carencias y fallas, logrando de esta forma hacer prescindible e innecesaria cualquier clase de explicación o análisis de carácter sistémico y/o histórico. En esta conceptualización del sujeto, el individuo que no puede salir de la pobreza, que no encuentra un buen trabajo, que no progresa, es en esencia un sujeto amoral e incluso criminal que simplemente no quiere o no puede trabajar y/o competir en el mercado. Es, por lo tanto, el único y absoluto responsable de su propia miseria. Que ese mismo sujeto haya nacido en sociedades históricamente racistas, desiguales y excluyentes que delimitan e incluso sabotean sus posibilidades, deseos y acciones es, desde la racionalidad neoliberal, totalmente irrelevante.
Es precisamente esta moralidad, este proceso de subjetivación, a la que el narrador de Limbo se refiere cuando critica abiertamente la que bautiza irónicamente como «la conducta decorosa» que le exige la sociedad, la cual «se obtiene con años y años de hipocresía» y se logra cuando el individuo «trabaja ocho horas, marca su tarjeta de entrada y de salida […] pierde iniciativa y aumenta libras» (22). Bajo esta racionalidad, añade el narrador: «El ideal del trabajo estable es aquel donde se nos permite ser invisibles […] Todo lo demás es mantener el culo pegado a la silla hasta que el reloj marque la salida» (22). Desde esta perspectiva, el desdén hacia el trabajo que comparten los narradores de estas tres novelas puede ser entendido como un rechazo a este proceso de subjetivación que intenta construirnos como simples homo œconomicus. El nomadismo sin fin aparente, el perpetuo caminar, es así un acto que no solo revela, sino cuestiona y resiste este proceso: un acto que intenta volver visible al sujeto invisible y decoroso del mercado para así acceder al pensamiento crítico, al lenguaje y a la resignificación del presente a través de otro tipo de racionalidad, una en la que la competencia, el trabajo y el consumo no validen moralmente al sujeto ni lo construyan política y socialmente.
Desde esta perspectiva, no podemos ya hablar de subjetividades literarias cínicas, abyectas o desencantadas. Tampoco de una narrativa posideológica o apolítica, como diversos críticos han sugerido. Si entendemos lo político como la esfera pública y discursiva en la que se conceptualiza, construye y articula la vida en común, y no como la captura y el manejo del Estado, las novelas de Payeras, y muchas otras de la así llamada narrativa de posguerra en Centroamérica, retoman más bien la crítica del poder y lo político, pero habiendo entendido que estos ya no son lo que eran.
Esta columna es publicada simultáneamente por Literofilia y Plaza Pública.
Referencias:
- Brown, Wendy (2015). Undoing the Demos: Neoliberalism’s Stealth Revolution. Nueva York: Zone Books.
- Payeras, Javier (2003, 2006). Ruido de fondo. Guatemala: Piedra Santa.
- Payeras, Javier (2009). Días amarillos. Guatemala: Magna Terra Editores.
- Payeras, Javier (2011). Limbo. Guatemala: Magna Terra Editores.
Más de este autor