La subversión se cocina en casa
De marzo a diciembre de 1982, el entonces general José Efraín Ríos Montt se dirigió regularmente a la población guatemalteca a través de la radio y televisión nacional para compartir su visión para una mejor Guatemala e impartir, entre otras cosas, lecciones sobre moralidad. Por ejemplo, en su primer discurso, dado horas después de haber asumido la dirección de la junta de gobierno tras el golpe de Estado del 23 de marzo de 1982, Ríos Montt les recomendaba a los guatemaltecos:
En primer lugar, una oración a Dios nuestro señor para que nos permita que en paz nosotros continuemos el desarrollo de un programa que les vamos a presentar. Y en segundo lugar, su colaboración, su tranquilidad y su paz. La paz de Guatemala no depende de un quehacer de armas. La paz de Guatemala depende de usted, señor; de usted, señora; de usted, niño; de usted, niña. Sí, la paz de Guatemala está en su corazón. Una vez que haya paz en su corazón, habrá paz en su casa y habrá paz en la sociedad. Por favor, ni más tragos ni más nada. A trabajar. Guatemala necesita trabajo.
Según Ríos Montt, la falta de paz en Guatemala se debía principalmente a deficiencias individuales: rezo, trabajo, deferencia a la autoridad y abstinencia alcohólica eran, al parecer, todo lo que se necesitaba para que el país se pacificara. Una vez que los guatemaltecos decidieran cambiar su comportamiento y actuar moralmente, la paz y la tranquilidad inundarían, al parecer mágicamente, las casas de los guatemaltecos y la sociedad en su conjunto. Que hubiera insurgentes peleando contra el Estado y que él, Ríos Montt, se dirigiera a la población en traje de campaña y fuera la cabeza de un régimen militar que llevaba a cabo una guerra sucia contra los insurgentes y la población civil eran, al parecer, detalles irrelevantes que podían ser olvidados.
Para Ríos Montt, la decadencia moral de la familia tradicional era directamente responsable de la persistente crisis de valores. Como señaló el 23 de mayo de 1982: «Estamos en una crisis de valores, pero esta crisis de valores generalmente tiene sus raíces en la familia» (47). Consecuentemente, el camino hacia una vida virtuosa y acorde a la moralidad que redimiría a Guatemala estaba estrechamente ligada al fortalecimiento de las relaciones familiares, el cual permitiría superar lo que Ríos Montt llamaba «el divorcio generacional» entre padres e hijos. Como el mismo Ríos Montt lo dejó entrever una semana después, este divorcio generacional era para él el mayor causante de disenso y subversión:
Como consecuencia de ese divorcio generacional, ahora solamente hay una respuesta: la protesta, la protesta; música, poesía, teatro y tantas cosas más que se llama la cuestión de la generación contestataria, la cuestión de revanchas, y eso es un problema serio. ¿Y por qué es un problema serio? Porque a estas actitudes de rompimiento generacional, por falta de responsabilidad de los grandes, no por inmadurez de los pequeños, a estas actitudes vienen movimientos políticos que son frustrantes. Entonces, tan frustrante es que un hijo quiere un abrazo, que una hija quiere un beso, que eso necesita de papá o de mamá, y le dan mejor dos quetzales para que se vaya a comprar un helado. Tan frustrante es eso como los movimientos políticos.
Para Ríos Montt, pues, era la negligencia de los padres y el no cumplimiento de sus responsabilidades filiales, es decir, la incapacidad o falta de deseo de los padres de imponer su autoridad, controlar y disciplinar a sus hijos lo que los había llevado al disenso y a la rebelión. Como Ríos Montt concluyó en el mismo discurso, «la subversión se cocina en casa».
Las implicaciones de las diatribas de Ríos Montt son claras: estaba esencialmente ordenándoles a los adultos guatemaltecos, especialmente a los padres, que asumieran y ejercieran su autoridad soberana sobre sus familias. Así como Ríos Montt estaba asumiendo sus responsabilidades como el padre de la patria y ejerciendo su poder soberano vigilando su casa (Guatemala) y decidiendo sobre la vida y la muerte de sus hijos (los guatemaltecos), cada uno de los padres guatemaltecos debía también convertirse en el verdadero soberano de su hogar para así cortar de raíz cualquier posible inclinación subversiva entre sus hijos. En breve, Ríos Montt estaba esencialmente ordenando a los padres que establecieran un estado de sitio en cada casa, un estado de sitio que fuera el fiel reflejo del estado de sitio mediante el cual él gobernaba.
Los violentos son enfermos
Este estado de sitio, sin embargo, no era para Ríos Montt algo malo o nefasto, sino, por el contrario, una oportunidad jubilosa y redentora de aprendizaje, tal y como lo explicó en su mensaje del 4 de julio de 1982: «El estado de sitio es un estado de enseñanza y es una enseñanza de la cual vamos a aprender gobernantes y gobernados […] Pasamos diez años sin estado de sitio, pero se perdieron más de cien mil almas. Hoy tenemos estado de sitio, y el estado de sitio nos da libertad, nos da seguridad y nos da garantía».
El estado de sitio en cada casa y en el país entero era, pues, una experiencia liberadora, ya que proporcionaba a los guatemaltecos la oportunidad de entrar en razón, abandonar comportamientos insensatos como el disenso y la subversión y aprender a apreciar los beneficios de la soberanía ilimitada. En otras palabras, el estado de sitio debía mostrarles a los guatemaltecos que participar en movimientos políticos y sociales y, más aún, unirse a la insurgencia eran una locura.
En efecto, para Ríos Montt la subversión era una enfermedad que estaba corrompiendo la moral guatemalteca desde adentro, como señaló el 30 de abril de 1982: «Los violentos son enfermos. La violencia manifestada en armas para conquistar el poder es una enfermedad». El tipo de enfermedad a la que Ríos Montt se refiere no estaba obviamente relacionada con el cuerpo, pues la discapacidad física no sería una amenaza real a la fuerza y capacidad represiva del Ejército. La enfermedad responsable por la subversión y la insurgencia estaba más bien relacionada con la mente, ya que solamente alguien que estuviera mentalmente enfermo, que fuera incapaz de razonar correctamente o que no estuviera dispuesto a aprender de las oportunidades educativas proporcionadas por el estado de sitio (en suma, solo alguien que no pudiera entrar en razón) elegiría tomar las armas contra el soberano y su Ejército.
Es por ello que no sorprende que la receta de Ríos Montt para la recuperación moral del país y su estrategia para contrarrestar lo que él consideraba como la locura e insensatez de la subversión estuvieran fuertemente relacionadas con el fortalecimiento de los valores familiares y las virtudes morales del trabajo. Como Michel Foucault sugiere en Locura y civilización, la criminalización de la locura coincide con el surgimiento de la sociedad industrial, el modo de producción capitalista y el Estado burgués. En este contexto, cualquier forma de quietud o improductividad, la locura incluida, fue considerada como un acto de rebeldía que amenazaba los cimientos mismos del nuevo orden político y social. Fue en esa época cuando la locura, como indica Foucault, comenzó a ser considerada como «un ataque incesante contra el Padre», es decir el soberano, y que por ende el demente debía ser removido del espacio público, castigado y encerrado.
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Sin embargo, el castigo y el encierro tenían una dimensión moral. En el asilo, el loco fue, de hecho, privado de su libertad y obligado a trabajar, pero el trabajo era considerado como una actividad curativa que posibilitaba, citando a Foucault, «involucrar al loco en un sistema de responsabilidades» para así fomentar en él «su regreso al orden de Dios [es decir, del soberano]». Para cumplir este propósito, el asilo fue conceptualizado como una familia en la que el médico era la figura paterna; y los locos recluidos, los hermanos que se cuidaban mutuamente. Esta exposición beneficiosa y des-alienante a una familia cariñosa y moral permitiría a su vez que el loco se uniera a la comunidad de hermanos racionales al convertirse en un ser productivo. De este modo, concluye Foucault, el discurso sobre la locura fue intrínsecamente unido al discurso sobre la familia.
Dadas las facultades curativas que le atribuía a la familia y su conceptualización de la subversión como una enfermedad mental, no debería sorprendernos que Ríos Montt frecuentemente utilizara en sus discursos y mensajes lenguaje médico y metáforas relacionadas con esa profesión. Por ejemplo, en el discurso que cité anteriormente, Ríos Montt introduce el divorcio generacional como la raíz de los problemas de Guatemala diciendo: «Poniéndonos nuestros guantes blancos, llegamos al quirófano y vemos aquí lo que es la nación. En primer lugar, tenemos que hacer un diagnóstico…». El uso de terminología médica fue probablemente un modo de acercarse a su audiencia utilizando conceptos y tropos familiares. Pero también servía para darle credibilidad, legitimidad y autoridad a su diagnóstico al basarse en las connotaciones paternales del médico como un ser racional, científico y objetivo cuyo mayor interés es la recuperación y el bienestar de sus pacientes, en este caso los guatemaltecos.
El asilo que habitamos
Dados todos estos elementos —la cualidades redentoras del trabajo y la familia, su conceptualización de la subversión como una enfermedad mental y su autocreada imagen de padre-médico-soberano— no sería descabellado sugerir que Ríos Montt construyó Guatemala como un tropo espacial que se asemeja mucho al del asilo. En la visión de Ríos Montt, cada guatemalteco era de antemano sospechoso de subversión, es decir, de estar loco, de ser un demente e insensato. Y tal como el médico, que como padre y juez gobernada soberanamente en el asilo, Ríos Montt consideraba su rol como padre-médico-soberano (e instaba a todos los padres a actuar del mismo modo en sus hogares) como un mandato para extender e imponer su particular y supuesta moralidad redentora, que curaría de una vez por todas la subversión y sacaría finalmente a Guatemala de la crisis política y moral en la que se encontraba sumergida. En este sentido, la visión de Ríos Montt para Guatemala puede ser entendida como la consumación de aquello que Foucault llamó el sueño de la conciencia burguesa desde el siglo XVII: el establecimiento de una ciudad moral «donde reine un Estado de derecho solamente en virtud de una fuerza inapelable: una especie de soberanía del bien en la cual prevalece la intimidación y la única recompensa a la virtud, en este sentido su único premio, es evitar el castigo».
Para Ríos Montt, la ciudad moral guatemalteca podía ser únicamente construida como un asilo en el cual la subversión, el disenso, la locura y la demencia podían ser tratados y castigados incluso antes de que el paciente mismo fuera consciente de sus propias inclinaciones subversivas, de su propia locura. En la ciudad moral de Ríos Montt, no todos eran locos, pero todos podían potencialmente serlo y, consecuentemente, debían ser perpetuamente vigilados y castigados. Y, claro, el ya loco-subversivo-insurgente debía ser encerrado, torturado, desaparecido y/o asesinado, puesto que llevaba consigo una enfermedad contagiosa que amenazaba con destruir desde dentro los cimientos mismos de la ciudad moral.
Lo que hace a la locura realmente subversiva para los ojos del soberano es, en última instancia, su potencial capacidad de interrumpir la esencia misma de la relación soberana, es decir, el principio de protección-obediencia. Dada su supuesta incapacidad de raciocinio y lenguaje, el loco es considerado incapaz de llevar a cabo los cálculos y las racionalizaciones necesarios para estar de acuerdo en intercambiar su libertad individual por la protección del soberano. Lo que el loco es por ende capaz de introducir en lo político es un posible regreso al estado hobbesiano de la naturaleza, que cancelaría la soberanía. Más aún, confrontado con la locura, la razón soberana pierde su fuerza intimidante y coercitiva, no porque el loco se haya vuelto de alguna manera más valiente o desesperado, sino más bien porque ya no le tiene miedo a su miedo. Y el miedo, según Hobbes, es precisamente aquello que hace que hombres y mujeres estén dispuestos a intercambiar su libertad por la protección del soberano. Lo que la locura y la insensatez introducen en última instancia en el reino de la razón soberana es una razón otra y diferente.
Es esta razón otra la que introdujeron los testimonios presentados en el juicio por genocidio contra Ríos Montt. Son testimonios que no hablan el lenguaje del poder soberano, que no hablan de orden, cálculos racionales o planes estratégicos, sino más bien de tristeza, dolor e incertidumbre, de las consecuencias inconmensurables e incalculables de la razón soberana en su más pura esencia. Lo que los testimonios revelan y resisten en última instancia es aquello que Michel de Certeau describió como «la convicción de que la Razón debe poder establecer o restaurar un orden […] de producir un orden que pueda ser escrito en el cuerpo de una sociedad incivilizada y depravada». En la receta de Ríos Montt, este orden y convicción fue escrito en el cuerpo de miles de guatemaltecos porque, desde su perspectiva, habían olvidado la dimensión moral del trabajo, el valor de la familia y las potenciales enseñanzas de la obediencia ilimitada y habían optado en su defecto por la locura, la demencia, la desobediencia y los constantes ataques contra el Padre.
Es por ello que quizá no haya mayor justicia poética que el hecho de que aquel que tildó a un pueblo entero de demente hoy termine sus días siendo precisamente eso que tanto odió.
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