Para que la jurisdicción indígena pudiera dividirnos, primero tendríamos que estar unidos. Tendríamos que poder atribuir tal unidad a una única jurisdicción preexistente. Ni lo primero es cierto ni lo segundo lo garantiza.
Sobre lo primero, escasamente debo demostrarle que no estamos unidos. Cada día y en todo lo experimentamos. Nunca más claro que en los mapas de desarrollo, población y violencia que comparte el investigador Carlos Mendoza. La pobreza y el subdesarrollo que ahogan al país amainan en los lugares que habitamos preponderantemente los mestizos, en particular la élite económica. La población indígena está concentrada en una zona geográfica. Una zona que, en su mayoría, se caracteriza por menos servicios, menos inversión pública, peor acceso y menos voz política. Irónicamente, una zona en la que también es mucho menos prevalente la violencia. Justo allí, agrego, donde de hecho prevalecen las prácticas de derecho que buscaría reconocer la jurisdicción indígena.
Así, es un hecho constatable que no estamos unidos. Más aún, para que una jurisdicción unificada y para todos funcionara, el poder organizado de la sociedad (eso que llamamos Estado) tendría que representarnos a todos. Sus reglas —la ley— tendrían que servir a todos por igual. Apenas necesito desengañarlo: la jurisdicción única que tenemos hoy no es más que la ley de los pocos. Por definición y desde su origen deja fuera a muchos, a la mayoría. La seguridad, la justicia, las instituciones, la composición del funcionariado público, todos sirven muy distintamente a la población rural, al pobre. Sobre todo sirven muy mal al indígena. En juzgados y cárceles, hospitales y escuelas, muy distinta suerte correrá usted si su idioma no es el español, si su apellido es indígena y su tez morena. Hace falta un acto deliberado de ceguera no admitir que en Guatemala un Bosch y un Boj no son tratados igualmente por la institucionalidad del Estado y que ha tomado años de esfuerzo deliberado comenzar a emparejar esa injusticia estructural.
Volvamos ahora al llamado del presidente de la Fundesa, que es importante entender por qué se está tropezando con su propio argumento. Él no pide la jurisdicción de todos. Pide más bien lo que siempre ha querido la élite: que unos —los indígenas— renuncien a su jurisdicción en favor de la jurisdicción de otros —los mestizos[1]—, que se incorporen a esa jurisdicción que nunca los ha servido. Esta demanda nunca ha funcionado y nunca funcionará por la sencilla razón de que todo el aparato jurídico e institucional del Estado guatemalteco fue hecho para marginar a los indígenas, para expoliarlos. De hecho, la única condición que permite que un indígena se incorpore a la jurisdicción mestiza es que rechace su identidad: que se ladinice, que deje de ser indígena.
Es por esto que Bosch termina encerrado en una trampa lógica hecha con su propia mano. ¿Cómo quiere incorporar a los ciudadanos indígenas en una jurisdicción que desde su origen sirve para dejarlos fuera? Este es su dilema: o cambia la jurisdicción para acomodar al otro o le da su propia jurisdicción. Lo que él pide hoy es un imposible lógico, no ya político. Siendo sincero, no le queda más remedio que cambiar su postura. Más aún, si va en serio, no tendrá más remedio que exigir cambios profundos en el diseño del Estado.
Bosch tendrá que ceder no ante el indígena, menos aún ante la opinión de este columnista. Bosch tendrá que ceder ante lo que él mismo afirma querer: la unidad de esta sociedad innegablemente diversa y actualmente dividida. Así se aclara la causa que el propio Bosch y la Fundesa tendrán que abrazar: abandonar ya la tarea injusta de construir un Estado que se apropia a la fuerza de sus ciudadanos para construir más bien un Estado del que todos nos sintamos dueños.
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Valga un colofón. Tampoco nos engañemos. En la construcción de un Estado para todos y en la organización de su jurisdicción compleja, los indígenas también tendrán que ceder. No supongamos una intrínseca superioridad del derecho indígena porque no todas las prácticas heredadas son necesarias ni toda tradición es buena. Pero no es aquí donde debe comenzar el asunto, pues no se construye un diálogo franco sobre la cesión del que no tiene otra opción que ceder. El diálogo necesita una elección deliberada y libre para sentarse a discutir la jurisdicción indígena y su espacio en el derecho nacional, para reconfigurar con éxito el Estado que le da sentido a ese derecho.
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[1] Uso el termino mestizo deliberadamente para dejar claro que aquí cabemos juntos ladinos y criollos (que también son mestizos por mucho que quisieran negarlo).
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