La amapola es un billete maldito
La amapola es un billete maldito
1.
Mediados de mayo de 2017 en Guatemala y lo que ensombrece el ambiente no son sólo los nubarrones cargados con las primeras lluvias invernales. Una amplia movilización de soldados, policías y fiscales se dirige hacia una región fronteriza al occidente del país. Es la señal inequívoca de que, a juicio del Estado, algo va muy mal: El Ejecutivo declara el Estado de sitio y lo aprueba el Legislativo. Se impondrá en los municipios de Tajumulco e Ixchiguán en el departamento de San Marcos, situado en la frontera con México. El estado de sitio es uno de los regímenes típicos de un estado de excepción, es decir, de un régimen en el cual el Estado suspende total o parcialmente ciertos derechos fundamentales, normalmente con el fin de asegurar, la gobernabilidad y el orden público. Y no es un tipo cualquiera: por encima del estado de sitio sólo se encuentra el estado de guerra, la figura más grave del régimen de excepción, la que impera en graves conflictos internacionales o para enfrentar amenazas de origen externo a la seguridad de la Nación. Hacía mucho tiempo que no se instauraba uno en el interior del país.
Los dos últimos fueron el que decretó Otto Pérez Molina en mayo de 2013 con motivo de conflictos en cuatro municipios de Jalapa y Santa por la minería a cielo abierto; y dos años antes, el que abarcó el departamento de Petén, para enfrentar la amenaza de una estructura de criminales y sicarios, vinculados a organizaciones narcotraficantes, que asesinó a 27 campesinos. Ahora los medios de comunicación reportan que de dos mil a tres mil uniformados (dos terceras partes de ellos, militares) pretenderán restablecer el orden público y la estabilidad en ambos municipios en treinta días. Ese orden que, según las declaraciones del Ministro de la Defensa, se había roto en las semanas anteriores tras la escalada crítica de viejos conflictos de límites territoriales y las pugnas violentas entre grupos armados que han manejado el ilícito y muy rentable negocio de la producción de amapola.
Así que el estado de sitio posibilita que las fuerzas militares y de seguridad pública puedan concentrarse y operar en un ambiente ventajoso[1].[2]Según parece, fue el extremo del secuestro de 17 agentes policiales destacados en Tajumulco lo que llevó al Ejecutivo a calificar como grave la situación. En un decreto gubernativo expresó que sus razones fueron la existencia “de una serie de hechos graves que ponen en peligro el orden constitucional, la gobernabilidad y la seguridad del Estado, afectando a personas y familias, poniendo en riesgo la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de las personas”. Pero algo no cuadra. Los conflictos locales territoriales y el negocio ilícito de la amapola se remontan varias décadas sin que las autoridades estatales y locales se hayan interesado por reconocerlo como un problema público. Así que merece reflexión establecer qué llevó al Ejecutivo a considerar insoportable el statu quo y a intervenir en esos territorios de manera más audaz, directa y permanente. Lo que a nuestro juicio es más importante– es que, al intervenir de este modo, el cultivo y la producción ilícita de amapola ha alcanzado por vez primera en la agenda pública un lugar inédito que obliga a reconocerlo como un problema público y que no puede volver a verse como marginal.
Pero al mismo tiempo, la intervención plantea otras preguntas: ¿Es eficaz la política represiva que ha tomado el Estado durante décadas? ¿Qué otros enfoques alternativos y complementarios han dado mejores resultados en otras latitudes y merecen ser considerados para ser aplicados en nuestro país?
2.
En Guatemala impera un régimen prohibicionista de las drogas, un régimen en el que se considera ilegal y se sanciona penalmente la producción, distribución, posesión y uso de ciertas drogas o sustancias psicoactivas, excepto cuando se trata de usos médicos o para la investigación científica. Entre las principales de dichas sustancias se encuentran la marihuana, la cocaína y la heroína, ésta última derivada de la amapola. Ese régimen prohibicionista es más extremo que en otros países, incluyendo a vecinos como México y Costa Rica, porque la Ley Contra la Narcoactividad fija penas de cárcel por posesión de droga para el consumo personal e incluso la pena capital en caso de que un delito de drogas resulte en la muerte de alguna persona.
En el istmo centroamericano, Guatemala es el único país que cultiva y produce amapola, y lo hace a una escala que solo es inferior a la de México y Colombia en todo el continente[3]. Pero según el informe que elaboró la Comisión Nacional para la Reforma de la Política de Drogas en septiembre de 2014[4], nuestro país se caracteriza por servir primordialmente para el tránsito ilícito. No extraña por ello que nuestra política de drogas se haya enfocado en combatirlo más que en abordar su producción y consumo. Son áreas éstas que exigen especialmente intervenciones en materia de desarrollo y salud pública, no desde la perspectiva de la seguridad y la justicia penal. De ahí que en la práctica, aunque exista la Comisión para el Control del Abuso y Tráfico Ilícito de Drogas, hayan sido sobre todo las fuerzas de seguridad, justicia y defensa quienes hayan decidido, orientado y ejecutado la política nacional de drogas y que entidades como los Ministerios de Salud Pública, Educación, Agricultura y Desarrollo Social desempeñen un papel limitado pese a que las drogas constituyen un problema multidimensional y transversal a la acción pública. En suma, un régimen prohibicionista y una política de drogas parcial y enfocada sólo desde la seguridad y la justicia penal han imperado aquí durante décadas. Y justamente en este entramado, el Gobierno ha afrontado el problema del cultivo y la producción ilícita de amapola intentando erradicar forzosamente las plantaciones en ciertas zonas de los municipios involucrados (en general, aldeas seleccionadas de manera aleatoria)[5]. También se ha puesto énfasis en las capturas, la persecución penal y la extradición de algunos de los jefes de los grupos delictivos organizados que operaban en esa área.[6]
Aunque con respecto a las capturas el discurso es equívoco: según la Comisión, las estadísticas de la Policía Nacional Civil reportan apenas unas decenas de casos de detenciones de cultivadores en varios años, lo que implica el uso deliberado de una estrategia de despenalización de facto en varias administraciones de gobierno. Esto, a todas luces, constituye un signo importante de que el Ejecutivo mismo reconoce las limitaciones de un enfoque de seguridad y justicia penal.
Por otra parte, aunque parecen haberse ejecutado en diferentes momentos históricos algunos proyectos específicos de la cartera de Agricultura y Alimentación orientados a sustituir cultivos en algunas comunidades, no existen registros documentales del diseño y alcance de dichas intervenciones, ni mucho menos evaluaciones de los resultados. Incluso proyectos anunciados desde el Ejecutivo a inicios de 2015 se quedaron en el tintero y lo poco que se hace al respecto es con recursos municipales y de cooperación internacional.
Según la Comisión, uno de los graves déficits del Estado en materia de drogas era el escaso y poco fiable conocimiento acerca de la producción de cultivos ilícitos en el país, particularmente de la amapola.
Mientras que el Ministerio de Gobernación informaba verbalmente (pero nunca a través de documentos oficiales) que existían varios miles de hectáreas de cultivo, el Bureau of International Narcotics and Law Enforcement Affairs (INL) señalaba en un informe público que las cantidades estimadas habían ascendido a 220 hectáreas en 2011 y a 310 hectáreas en el año 2012. Este año el INL informó de un incremento notable en 2014, con 640 hectáreas, y luego un descenso no menos importante hasta la cantidad de 260 hectáreas en 2015. Estos datos colisionan seriamente con la percepción de los funcionarios guatemaltecos de que hay una tendencia ascendente clara en el cultivo y la producción de amapola.
Así, la situación problemática en el área no sólo no se ha revertido, sino que ha tendido a extenderse y consolidarse con el tiempo. Todo ello tiene que ver con la ausencia del Estado y de servicios públicos básicos, alimentada a su vez por el curioso silencio que se ha mantenido sobre el problema de la amapola en la agenda pública nacional.
Desde hace ya tres años los Estados Unidos viven una epidemia de muertes por consumo de heroína y opiáceos sintéticos, como el fentanilo. Casi 160,000 personas murieron allí de 2014 a 2016 y la tendencia se mantiene. Los grupos narcotraficantes de México, que son la principal fuente de heroína para el mercado estadounidense, manejan el negocio ilícito de la amapola en Guatemala. En Tajumulco domina el cartel Jalisco Nueva Generación y en Ixchiguán el cártel de Sinaloa.
El amplio control de facto que mantienen en estos territorios los grupos delictivos evidencia que se necesita mucho más que acciones de seguridad y justicia penal; se necesitan sobre todo acciones basadas en enfoques de salud pública y desarrollo. De lo contrario, el problema seguirá profundizándose, y podría extenderse a otros territorios cercanos.
El ministro de la Defensa mismo lo deja ver: “Después de estabilizada el área tienen que entrar otros ministerios: Agricultura, Desarrollo, por ejemplo, para establecer proyectos de desarrollo para hablar de que en el futuro esto no vuelva a ocurrir”.
Si las propias instituciones de seguridad, justicia y defensa reconocen que los resultados que se alcancen por vía de sus propias intervenciones sólo pueden ser limitados e insuficientes, ¿por qué entonces no cambiar ya abiertamente el enfoque hacia el problema de la amapola? ¿Por qué no hacer ya el viraje desde el enfoque de seguridad hacia uno más integral y balanceado, en el que la salud pública y el desarrollo sean más bien las variables prioritarias, atendiendo así a las circunstancias y factores de fondo del problema de la amapola?
3.
En 2014 el Woodrow Wilson Center elaboró un informe sobre la Iniciativa Regional de Seguridad para América Central (CARSI) en Guatemala, que incluyó una valiosa sección de investigación en el terreno sobre el problema de la amapola. Según el documento, muchos incentivos favorecen que las comunidades cultivadoras se dediquen a esta actividad desde mediados de los 70 aun sabiendo de su ilicitud: los porcentajes de personas viviendo en pobreza general en Ixchiguán, Tajumulco y Sibinal alcanzaban en 2009 las cifras de 88.5, 93.3 y 90 respectivamente, los porcentajes la extrema pobreza 38.1, 38.9 y 43.9 respectivamente. No necesita mayor justificación la urgencia de que el Estado ponga en marcha políticas de desarrollo y de acceso a los servicios básicos en esa microrregión. Por otra parte, del cultivo y producción de amapola se extrae el opio y su principal derivado ilícito: la heroína. Esta es la sustancia psicoactiva más lucrativa en el mundo para las organizaciones narcotraficantes y, según el informe del Woodrow Wilson Center, su cultivo en Guatemala representa para los campesinos involucrados aproximadamente 50 veces más que el del maíz.
Ni consideraciones de tipo moral ni de la propia salud de los campesinos y su familia parecen ser efectivas para que dejen de cultivar la amapola, pues la situación generalizada de pobreza y necesidad en que viven y la posibilidad de mejorar sus ingresos les empuja a incorporarse al negocio o a seguir en él. ¿Cuáles pueden ser entonces las políticas o estrategias alternativas para abordar el problema de manera más adecuada y eficaz?
En primer lugar,[7] un enfoque de desarrollo sobre el problema de la amapola implicaría programas y proyectos de desarrollo alternativo[8] en los municipios involucrados y cercanos a dicha área geográfica. Esta visión se deriva del supuesto de que la falta de oportunidades de desarrollo es la causa principal del cultivo de drogas.
Esta aproximación se ha llevado a cabo–con diversos grados de eficacia y resultados positivos– en relación a los cultivos de hojas de coca en zonas de Colombia, Bolivia, Perú y Ecuador. El Gobierno de Jimmy Morales ha dado ya algunos pasos en la línea de un enfoque de desarrollo sobre el problema de la amapola, con la aprobación en reuniones ordinarias de la CCATID, celebradas en marzo y junio de 2017, de mandatos a las instituciones miembros y a la Secretaría Ejecutiva (SECCATID), para que preparen una propuesta de programa de desarrollo alternativo. Habrá que ver si el enfoque de desarrollo logra con el tiempo cuajar institucionalmente.
De cualquier manera, los programas de desarrollo alternativo enfrentan también grandes desafíos. No se trata solamente de sustituir los cultivos ilícitos por otros lícitos (estrategia simplista ésta que fue fallida durante los setentas y ochentas en la región andina), sino de una estrategia integral que trata de abordar los factores causales de una economía ilícita de drogas.
Entre los retos más importantes está encontrar mercados para los cultivos alternativos; se necesita de instituciones fortalecidas, coordinadas y capacitadas para emprender un enfoque que es, por naturaleza, multidimensional e interinstitucional (educación, economía, salud, agricultura, etc.); se necesitan altas inversiones en infraestructura y llevar servicios públicos a las comunidades; se necesita proveer acceso a la tierra y generar gobernabilidad y una cultura de la legalidad; se necesita flexibilidad y visión de largo plazo para esperar a resultados sólidos y la transición de una economía local ilícita a otra lícita; se necesita que dichos programas y proyectos se asocien a un programa de desarrollo más amplio que se oriente a las poblaciones rurales marginales, etc.
Sin que concurran estos factores, no es razonable esperar que los programas de desarrollo alternativo logren los ambiciosos resultados que se plantean. En definitiva, pasar del enfoque de seguridad prevaleciente a uno de desarrollo conlleva importantes dificultades y riesgos que también deben ser adecuadamente ponderados. El éxito de los programas de desarrollo alternativo no está garantizado e incluso, como algunos de sus críticos lo han señalado durante años, se trata de un éxito cuestionable porque la mejoría de las condiciones de vida de los campesinos no suele ser sustantiva ni permanente. Y, también, porque tiende a ocurrir un desplazamiento geográfico de la producción de unos lugares a otros, trátese de aldeas, municipios o incluso países. Ocurrió, por ejemplo, con el aumento de la producción de hoja de coca en Perú durante los años de mayor éxito del Plan Colombia frente a dicha planta en este país, pero también a la inversa en los últimos años. Los especialistas le llaman “efecto globo”.
Como colofón de este análisis, es importante resaltar que las opciones de política pública frente a la amapola no se agotan con el enfoque de seguridad predominante, ni con la opción del enfoque de desarrollo que apenas comienza a gestarse.
De la amapola, además de la heroína, también derivan la morfina y una serie de opioides que sirven como medicamentos eficaces para el control del dolor severo: como el cannabis, la amapola también puede tener usos positivos y medicinales.
Así, también sería perfectamente posible aplicar en nuestro país un enfoque de salud pública al problema de la amapola, sin que el país transgreda ningún compromiso adquirido con los Estados Miembros de la Organización de Naciones Unidas. Es decir, poner en marcha una política de regulación con fines medicinales, según la cual el cultivo y la producción de amapola serían en adelante una actividad lícita en el territorio nacional, siguiendo estrictamente la normativa internacional y las indicaciones al respecto de la Junta Internacional de Estupefacientes (JIFE).[9] La regulación de la amapola para fines medicinales es una política que se implementa desde hace décadas en países como España, Australia, Francia, Turquía, India, Hungría y Tailandia. En 2014, según un informe de la Fundación Beckley, 18 países la cultivaban y producían legamente a fin de proveer a sus habitantes acceso a medicamentos esenciales, o bien para cubrir la demanda existente a nivel global. ¿Por qué regular la amapola para fines medicinales es una opción alternativa y plausible de considerar en las políticas públicas guatemaltecas? Porque, de acuerdo a un reciente informe de Human Rights Watch, Guatemala es uno de los muchos países del mundo que son considerados por la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes como países “con disponibilidad de opioides ‘muy inadecuada’”, lo que significa que en nuestro país muchas personas mueren de dolor y con dolor porque la morfina y los opioides son muy caros o de difícil acceso por la rígida burocracia y normativa.[10]
De hecho, según dicho reporte, “la cantidad anual de morfina que se consume en Guatemala alcanza para tratar a aproximadamente 3.000 pacientes con cáncer o SIDA terminal por año, lo que representa cerca del 35% de las personas con esas enfermedades que la necesitan”, sin tomar en cuenta aquí las necesidades de morfina de las personas con dolor por enfermedades cardíacas y pulmonares o diabetes. La necesidad de la población guatemalteca de acceso a medicamentos derivados de la amapola, pues, es ingente y debe ser atendida mediante políticas públicas adecuadas y efectivas, entre las cuales la regulación medicinal de la amapola merece ser analizada y considerada con seriedad. Mejorar los cuidados paliativos en la población guatemalteca puede ser un legítimo objetivo específico asociado a una eventual política de regulación medicinal de la amapola.[11] Al mismo tiempo, como lo apuntaba en 2014 el estudio de la Fundación Beckley, podría significar también “una alternativa sustentable para los campesinos actualmente involucrados en el cultivo ilícito de amapola”. En esta línea, en su informe de septiembre de 2014, la Comisión Nacional de Reforma de la Política de Drogas recomendó al Ejecutivo que se desarrollará “una investigación rigurosa y exhaustiva sobre el cultivo de la amapola” como base para una discusión amplia y pública sobre la conveniencia de adoptar una política de regulación medicinal de la planta. Pero la investigación aún no se ha emprendido.
Aún con todo esto, nada garantiza anticipadamente el éxito de un enfoque de salud pública bajo el que se regularía el uso medicinal de la amapola, como pasaba igualmente con el caso del desarrollo alternativo. Hay expertos que consideran que dichas políticas no ayudarían al combate de la pobreza, o bien generarían nuevos problemas, como un aumento del uso problemático de los opioides en razón de su alto potencial adictivo.
Para abordar el viejo asunto de la amapola en nuestro país no es sostenible ni racional seguir aplicando las viejas y fallidas políticas de seguridad y justicia. Tras varias décadas en esas, el problema sigue en pie y demanda avanzar hacia nuevas políticas y estrategias de drogas integrales y balanceadas que atiendan de manera más eficaz un problema complejo y multidimensional, incorporando un enfoque de salud pública y desarrollo para alcanzar objetivos más amplios, respetuosos de los derechos humanos y en beneficios de las personas y la sociedad en su conjunto. En especial, los de las comunidades de cultivadores del “triángulo de la amapola” que durante décadas no han tenido mayores alternativas ni mejores incentivos que dedicarse al cultivo y producción ilícita de la amapola.
Aunque la propuesta de una regulación medicinal de la amapola sea una “manzana envenenada” a nivel político, porque la propuso y defendió el ex-presidente Pérez Molina, hoy a la espera de sentencia por corrupción, resulta necesario retomarla con seriedad. Esto implica, en principio, superar la importante barrera de los conocimientos insuficientes de que disponemos acerca de los cultivos y la producción de amapola en nuestro país, pero también en torno a las experiencias de otros países que hoy en día implementan un régimen regulatorio con fines medicinales.
Necesitamos ir más allá de un debate sectario o ideológico sobre el uso medicinal de la amapola hacia uno abierto y democrático, que exceda los límites estrechos fijados por el régimen prohibicionista imperante desde hace décadas. Esto implica una visión abierta y una disponibilidad al debate público basado en evidencia.
El desafío de una política de drogas integral y balanceada está ante nosotros, y llamará a la puerta hasta que atendamos.
Christian Espinoza fue Secretario Técnico de la Comisión Nacional para la Reforma de la Política de Drogas
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