Con frecuencia se utiliza la figura de un castillo de naipes para representar la idea de fragilidad estructural: las partes se sostienen por un equilibrio extremadamente precario. Un soplo de brisa, un leve movimiento puede derribarlo. En estos últimos tiempos los guatemaltecos sentimos la tenebrosa sensación de inestabilidad en relación con algo que debería ser sólido: nuestro país.
Para describir el escabroso fenómeno, empecemos por referirnos a la estructura destinada a organizar ese esfuerzo colectivo que llamamos Estado. Ciertamente, la definición más tradicional se enfoca en la intrincada relación que existe entre varios elementos: territorio, población y gobierno (no solamente el de turno sino también la edificación institucional y su historia). Pero ¿qué pasa cuando uno de los elementos, el que llamamos «gobierno», se disocia de los otros y cobra vida para sí mismo? Al no actuar en función ni de la población ni del territorio ¿se puede seguir llamando «gobierno» a ese conjunto de actores que desbaratan la razón de ser de las instituciones y se dedican a gestionar sus propios intereses?
Examinemos qué pasa con la población. La palabra que mejor define su situación en Guatemala es «vulnerabilidad». No a causa de los eventos climáticos u otras emergencias como el Covid-19. La raíz está en el abandono de los intereses colectivos, en la ausencia de una hoja de ruta por parte de un «gobierno» ausente de sus obligaciones.
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Porque una población se coloca en situación de vulnerabilidad cuando sus derechos se incumplen sistemáticamente, generando o agravando las condiciones de exclusión y marginación. Cuando se carece del derecho a la alimentación, eslabón básico de toda sociedad organizada. También cuando se carece de prevención y derecho a la asistencia humanitaria frente a eventos climáticos y otras crisis colectivas. En Guatemala no existen planes de contingencia y, cada vez más, los puestos clave para paliar circunstancias extremas son ocupados por razones clientelares. Tampoco existe seguridad democrática para la prevención y protección de la delincuencia común y, menos aún, de la creciente amenaza de grupos altamente organizados como los carteles del narcotráfico. Los derechos al trabajo, la educación o la salud son incumplidos porque tampoco existe ningún plan de desarrollo económico que sea incluyente. Así las cosas, una población como la nuestra, sumida en la ausencia de derechos humanos y garantías ciudadanas mínimas, no encuentra alternativa más que salir de esta apariencia de Estado en la cual vivimos para buscar otro que realmente exista, uno donde se pueda vivir. Cuando el «gobierno» actúa en aras de servirse a sí mismo termina expulsando a la población.
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¿Y el territorio? El 95% de los ríos está contaminado. No existe una ley que regule la utilización del agua. La deforestación avanza y se convierte en una de las razones por las cuales los eventos climáticos arrasan los poblados. A esto debemos sumar la pérdida de la biodiversidad, una de nuestras mayores riquezas; la ausencia de planes de ordenamiento territorial o de regulaciones para el manejo de la basura. Y a los males socio-ambientales debemos sumar la invasión incontrolada por grupos de crimen organizado en diversas áreas del país y la amplia libertad con la que operan innumerables compañías extranjeras que, sin límites claros, no solamente destruyen el territorio en términos ambientales sino que atacan a los pobladores e inciden en su criminalización por defender su derecho a vivir en el lugar donde nacieron y a determinar su propio desarrollo. En pocas palabras: el territorio no está siendo protegido ni administrado para satisfacer las necesidades actuales de la población y tampoco está siendo preservado en función de las generaciones futuras.
Si el territorio no está siendo protegido ni administrado, si la situación de extrema vulnerabilidad expulsa fuera a la población ¿qué es entonces el «gobierno» de Guatemala? Quizá sea algo así como la carretera al Pacífico y su creciente agujero. Una débil cáscara que cubre un abismo irresuelto al que nadie prestaba atención hasta que ocurrió el derrumbe.
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Empiezan las lluvias y el país se sumerge en el caos. Agujeros cavernosos en las vías de comunicación, puentes de juguete arrastrados por los ríos embravecidos, deslaves, expresan de manera muy literal cómo la corrupción y la sustitución del bien común por intereses privados, ha corroído la infraestructura vial y ha desprotegido el territorio que habitamos.
El desastre físico resulta evidente y, sin embargo, es el resultado de otro descalabro de consecuencias quizá más funestas. Todos los sistemas de organización política en los que un Estado se asienta están siendo igualmente corroídos. Ya no existe separación de poderes. Las leyes penales se aplican a los que el régimen considera incómodos o en ejecución de venganzas espurias, mientras se libera a los delincuentes o se les asegura impunidad. Los procesos de elección de funcionarios clave se realizan con evidentes muestras de fraude, candidatos que no llenan los requisitos para el cargo son avalados, mientras que los no deseados son excluidos utilizando trucos «legales» o, incluso, la fuerza pública. Procesos constitucionales se ignoran, como la elección de los magistrados a las Cortes y quienes ostentan los cargos han perdido su independencia. Han destruido la eficacia de todos los mecanismos y órganos de control de la corrupción y la actitud constante es el abuso del poder público.
Frente al descontento general, el único recurso que le queda a este remedo que difícilmente podemos llamar «gobierno» es la represión y criminalización: a los líderes comunitarios, a los estudiantes, a los fiscales y jueces independientes, a los periodistas… la lista parece extenderse en la misma medida en que el país se desestabiliza. Y esta es la razón más profunda de nuestra ansiedad. Que el país se nos cae, no a causa de los eventos climáticos sino a causa de una desestabilización provocada.
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Como si vivieran en un lugar distinto al que habitamos los guatemaltecos, sectores gubernamentales y de la élite económica se congratulaban recientemente. La calificadora de riesgos Moody´s pasaba a Guatemala de una calificación negativa a una «estable». Gabriel Torres, autor principal del reporte, aclaró: uno de los factores principales para la actual «estabilidad» económica de Guatemala es el asombroso crecimiento de las remesas. Oh, ironía. Son los desplazados del territorio quienes sostienen la magra apariencia de que el Estado funciona.
Sin embargo, la masiva emigración irregular es un precario bastión sobre el cual sostenerse. El propio experto lo dijo: los países que acumulan enormes demandas sociales insatisfechas son altamente volátiles y su estabilidad es ilusoria. Bastará un evento crítico para que el castillo de naipes se desplome. El principal peligro que afrontamos es una institucionalidad degradada, inútil y risible que nos hace peligrosamente vulnerables. Dicho de otra manera, la palabra «estable» cuando se refiere a Guatemala es tan resbalosa como el piso que moja un temporal.