Sucede que tras la retirada de Felipe González (1974-1997), el PSOE ha sufrido una larga etapa de secretarios generales de corto reinado o sin mayor talento o carisma para dirigir el partido y, por ende, los derroteros de la izquierda española.
Ni siquiera Zapatero, que salvo la brevedad comparte con sus antecesores esas carencias Y ALGUNA MÁS, ha logrado cuajar y su salida tanto del gobierno como de la jefatura del partido ha sido, cuanto menos, liberadora para casi todos.
Concurría a la secretaría general, de una parte, Carme Chacón, exministra con Zapatero de vivienda y defensa. Se trata de una persona que ha permanecido muy cerca del presidente durante los ocho años de gobierno, y que ha jugado en el congreso las bazas de su juventud y su condición de mujer.
En cualquier caso, no pasa de ser una política de un perfil notablemente bajo. Aunque felizmente pertenece a una nueva generación de jóvenes socialistas que tarde o temprano acabarán tomando el poder no solo en el partido sino en el país. De hecho, Chacón ya estuvo a punto de ser la candidata a la presidencia en las elecciones del pasado noviembre.
De la otra se postulaba Alfredo Pérez Rubalcaba, VICEPRESIDENTE PRIMERO, PORTAVOZ Y ministro del interior en la última etapa con el propio Zapatero, azote de la banda terrorista ETA y hombre de enorme peso político en el país bajo cuyo ministrazgo se declaró el alto el fuego definitivo de los terroristas. Aunque Rubalcaba se vio distanciado del presidente en las fechas aledañas a las últimas elecciones por diferencias irreconciliables con respecto a algunas de las últimas decisiones tomadas por el gobierno saliente.
Finalmente venció Pérez Rubalcaba, sin lograr desembarazarse de la triste lógica que obligó a la mayoría de delegados a verse abocados a decantarse con su voto por el mal menor. Y, lógicamente, quedó completamente desacreditado y en evidencia el mensaje troncal del socialismo lanzado durante las últimas semanas de que las primarias servirían para renovarse en profundidad.
Porque si bien Alfredo Pérez Rubalcaba constituía la única y ciega esperanza del socialismo español de agotar las remotísimas posibilidades de vencer en las últimas elecciones generales al Partido Popular, que a partir de este momento ostente la categoría de líder renovador y quizá también refundador del PSOE resulta, cuanto menos, irónico.
No olvidemos que como candidato a la presidencia, Rubalcaba ha sufrido la más severa derrota socialista de la historia en unas elecciones. Y que si con esto fuese poco, ya fue ministro en el amortizadísimo gabinete de Felipe González. Y de eso ya hace 16 años.
El sociólogo español Manuel Delgado sostiene que cuando se debate sobre o dentro de la política, el diálogo no rebasa nunca el nivel de discusión estética. Pues bien, el congreso socialista ha construido sin ni siquiera pretenderlo, un ejemplo paradigmático de esta certera afirmación.
Porque, de un tiempo a esta parte, con el congreso como decepcionante colofón, todo lo que rodea o simboliza el partido socialista español se ha situado en las antípodas de la autocrítica sincera, sin superar en ningún momento el discurso fatuo y las promesas baldías.
Que José María Aznar escogiese a Mariano Rajoy como su sucesor personalmente y sin la mediación de las primarias fue, desde luego, algo de lo que el Partido Popular no puede estar orgulloso. Pero esta perpetuación de la vieja guardia que ha llevado a cabo el PSOE en su 38 congreso no se queda atrás.
Y lo peor es que, en estos tiempos en los que la sociedad europea necesita imperiosamente de las respuestas de la izquierda para establecerse como contrapeso de la derecha y poder propulsarse hacia un futuro mejor, esta falta de argumentos unida a una manifiesta necrosis de las estructuras de los socialistas españoles es perfectamente extrapolable al resto de la socialdemocracia de la unión.
Mientras tanto, habrá que depositar nuestras trémulas esperanzas en que el socialista francés François Hollande doblegue al napoleónico Sarkozi en las generales de abril. Y cuando digo esperanzas me refiero más bien a la fe, la fe ciega: quizá la única fe posible contra la tecnocracia.
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