El interés por comprender las distancias temporales obliga a un esfuerzo interpretativo sencillo en apariencia, pero sorprendentemente complicado en la realidad que vivimos: las obvias razones son hijas de su tiempo y si algo resulta tan complicado, como la fijación neurótica en las personas obsesivas, es la fijación de los analistas en un presente sin pasado. Eso incluye las interpretaciones de la vida social de sectores que por su oficio estarían obligados a utilizar linternas en la oscuridad.
El caso de la USAC no es el único en nuestra sociedad, pero es uno paradigmático. La USAC, con todos sus problemas, defectos y episodios febriles, fue una institución que representó una fuerza moral (y por supuesto intelectual) de gran calibre, que apostaba por la construcción de una sociedad más justa y civilizada, aunque la identificación del camino para llegar a ese ideal tuviese variaciones tan significativas como comprensibles en un espacio donde el pensamiento es un oficio autónomo. Las pruebas de la solidez de los fines de la USAC de una época pasada y las causas de su deterioro son múltiples y comprobables, a la vez que están sujetas a la discusión racional.
Podríamos empezar identificando síntomas y luego buscar sus explicaciones, como hace el clínico acucioso. Con muy pocos de esos síntomas tendríamos razones suficientes para el asombro.
Por ejemplo, si comparamos los nombres y el carácter de los primeros rectores electos de San Carlos desde su autonomía en 1944 (Carlos Martínez Durán, Miguel Asturias Quiñónez, Vicente Díaz Samayoa, Jorge Arias de Blois, Edmundo Vásquez Martínez, Rafael Cuevas del Cid, Roberto Valdeavellano y Saúl Osorio Paz) con los nombres y el carácter de los electos en la posguerra, podremos hacernos preguntas como qué tienen en común, si compartirán algo más que solo el hecho de ser personas graduadas en esa universidad, a quién de los rectores de posguerra podría salvar la historia y si tuvo alguno de los primeros la sindicación de pertenecer a una ciénaga de corrupción, como la tienen y ostentan varios de los segundos. La diferencia entre los dos grupos es un síntoma, aunque sin duda notable.
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Existió una universidad en la que la acción y el debate dejaron huella de calidad y de compromiso.
Sobre la explotación del petróleo y del níquel, el tiempo demostró que la Facultad de Ciencias Económicas tenía la razón, al igual que las academias de ciencias de la salud respecto a la creación del ejercicio profesional supervisado rural (de amplia cobertura), la Facultad de Ciencias Médicas respecto a la preocupación por su incidencia social práctica y teórica, la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales respecto a los derechos laborales, las ingenierías respecto a su nivel técnico y su incidencia en instituciones del Estado, las facultades de Humanidades y Ciencias Políticas respecto al progresivo interés en el desvelamiento de la discriminación de algunas poblaciones por su carácter indígena y campesino, la Rectoría y el Consejo Superior Universitario respecto a las propuestas de ley y a la denuncia fundamentada y la universidad en general respecto a la resistencia a dictaduras, a las atrocidades de estas y a una representación digna ante las instituciones, cuyo recuerdo tiene hoy un significado ejemplar.
Examinar lo que hoy existe no llevará mucho tiempo y esfuerzo, pero sí mucho desencanto.
Las razones del deterioro de la USAC son, en general, las mismas que las del deterioro de los derechos, de los intereses básicos y de la dignidad de la sociedad. Pero hay factores sobre los que se habla poco.
Las décadas de iniquidad (agravadas hasta la demencia del terror), que han afectado las relaciones entre los grandes poderes y los ciudadanos, que no han permitido un desarrollo aceptable de la vida material de la población, tienen como compañero de ruta el deterioro de la psicología y la moral colectiva, que anula iniciativas, apaga los conatos de indignación, impide los acuerdos efectivos entre grupos y admite el egocentrismo de sectores generacionales que canalizan la promoción de su propia imagen (a través de las redes) y la indolencia colectiva.
Existe, además, un amplio espacio para mentirosos que intentan desprestigiar a figuras públicas que se han enfrentado a la depravación institucionalizada.
Por otra parte, sorprende no escuchar interrogantes, propuestas y críticas en temas importantes de la vida social de algunos grupos de especialistas como los de la salud (el tema de la pandemia amerita orientar a la población de manera sostenida, y hoy espcialmente sobre la adquisición de la vacuna), como los ingenieros ante el desastre de las vías de comunicación y otros sectores de expertos.
Esto sucede a pesar de contar con gente de integridad personal reconocida y de alto nivel profesional.
La pregunta es: ¿por qué el silencio?
Para explicar las profundidades de esa indolencia ciudadana, quizá debamos pensar la pertinencia de un psicoanálisis de la sociedad contemporánea en el acercamiento a la psicología social actualizada y en la reflexión sobre la anomia y sus razones. Evidentemente, eso será posible solo si no se olvida la historia. El olvido es un arma ideológica de los canallas, especialmente el inequívoco impacto de la brutal violencia de Estado.
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