Por otra parte, también sabemos que los seres humanos somos altamente volátiles. Somos seres que vamos en busca de un balance entre razón y emoción, pero con frecuencia esta última abruma a la primera. No obstante, en el actuar ético se reconocen dos ideas importantes. La primera es la condición de que la ética debe ser racional. Y la segunda, sin que eso sea una contradicción, sino una exigencia de rigor (y de buena voluntad), es que la racionalidad humana no es muy potente (Diego Gracia).
La razón de esta introducción es el intento de apelar a un mayor esfuerzo de reflexión sobre un aspecto grave de la realidad nacional que algunos llaman coyuntural y que, siéndolo en verdad, también sabemos que está sólidamente intrincado con lo sistémico y lo estructural, de manera que la pretensión de separarlo solo contribuirá a la certeza de un desgarro social.
Actualmente hay una confrontación abierta entre quienes, viendo en la corrupción un primer objetivo que superar para pararnos en terrenos más firmes en la ruta que nos lleve a resolver problemas dolorosamente sistémicos (pobreza, salud, educación, infraestructura, trabajo... en fin, la ruta hacia el horizonte de la justicia social), defienden con convicción la permanencia de la Cicig y quienes, por otro lado, argumentando sobre algunas fallas e injusticias atribuidas a esa instancia, luchan con denuedo por sacarla total o parcialmente del país.
Como pertenezco al primer grupo y haré una crítica del segundo, empiezo por aclarar que mi postura en favor de la permanencia de la Cicig no pasará, como nunca ha pasado con mis adhesiones a un movimiento que considero justo, por aceptarla como instancia perfecta (la perfección humana no existe, pero sí la actitud moral de la perfectibilidad). Por ello el señalamiento de esos errores, cuando de verdad lo son, forma parte de nuestra obligación ciudadana, pero esa aceptación obliga a una actitud equilibrada que incluye, además del criterio de la justicia como fin, un lenguaje claro y honestidad intelectual, es decir, que no pretenda engañar a los demás, y menos a uno mismo como emisor de la crítica (el doloroso absurdo del autoengaño). Esto, en términos psicológicos y morales, me llevaría a rechazar tanto las deformaciones de la argumentación ideológica que se recicla sin ingenio en los medios de comunicación como, con mayor razón, la argumentación viciosa de que va más allá de la histeria ideológica.
No me referiré ahora a las impresentables necedades de diputados, de otros políticos y de algunos empresarios y sindicalistas (los oportunistas con el poder de turno) porque son bien conocidas. En efecto, ellos ni intentan ostentar máscaras porque su cinismo y sus escasas cualidades cognitivas les hacen la vida tan cómoda como para no sentir vergüenza (sociópatas al fin y al cabo).
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Recientemente me han sorprendido, en entrevistas de radio y de televisión, las respuestas de ciertos profesionales, especialmente abogados con títulos de doctores y constitucionalistas (además), que intentan que sus opiniones parezcan neutrales. En realidad, la impresión que van diseminando con ahínco digno de mejor causa es una penosa imagen de complicidad. Pero, como asumo que son honrados, aunque descuidados en el esfuerzo de profundizar y de hacer interpretaciones más ajustadas al fin último de su profesión y en considerar las consecuencias políticas de su actuar ciudadano, les hago algunas observaciones con buena voluntad.
El derecho pretende contribuir al ejercicio de la moral social, pero no la sustituye porque ni siquiera alcanza su dimensión. Por eso lo jurídico debe considerarse también perfectible. Por supuesto que reconocemos que, bien entendida la situación, la tarea puede ser dilemática para el jurista. No obstante, este no parece ser el caso en la discusión actual sobre la Cicig, sino más bien lo contrario: parece haber un intento de ajustar apretujadamente las ideas a su molde ideológico y de intereses. No logran colocar en la mesa la duda razonable, sino lo que parece una franca adhesión al estado de cosas en el país. Es decir, en el mejor de los casos le dan más valor a una supuesta forma de legalidad (dudosa para muchos) que al cruel y vergonzoso impacto en la conducción política del país de los que en última instancia defienden. Insisto: en el mejor de los casos, para darles el beneficio de la duda de que su defecto es fundamentarse en una ciencia de microscopio que no acierta a considerar el todo social o, dicho de una manera más simple, el amplio contexto de la realidad social.
Podríamos preguntarnos, por ejemplo, si hubiese sido posible, sin las acciones de las instancias que rechazan —Cicig y MP—, descubrir y poner ante los ojos del ciudadano común toda la podredumbre que ahora conocemos con evidencias inobjetables. ¿Acaso los personajes que directa o indirectamente defienden no forman claramente parte de una gavilla de sociópatas a quienes el sufrimiento del otro les resulta indiferente? Cuando con toda la pretendida autoridad del caso afirman que la culpa del problema es la ONU, ¿no estarán pensando que el idiotismo es un mal altamente prevalente en el país? ¿No se percataron de los problemas de legitimidad del Gobierno, y especialmente del presidente, ya evidentes en el momento en que se pretendió el cambio de comisionado? ¿Va a arriesgar la ONU su autoridad ante otros convenios y países en conflicto dando una respuesta satisfactoria a un mandatario enclenque en cualidades éticas e intelectuales?
La población debe entender (y especialmente quienes han tenido la oportunidad de alguna formación superior) que vivimos momentos en los que la selección de la ruta por seguir es fundamental para modificar la posibilidad de un futuro sombrío que tenemos frente a nosotros, ya que, si bien es cierto que la vida social siempre es compleja, hoy la disyuntiva es clara: estando frente al precipicio del desastre, damos un paso al frente o retrocedemos un paso para pensar. Entre la multitud que empuja se encuentra evidentemente la histeria ideológica, pero, más allá de ella, la más potente fuerza motriz que empuja al desastre es la de los saqueadores de los bienes nacionales, como siempre en el poder o detrás de él.
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