Tuve experiencia clínica en Francia y un estimulante trabajo de campo en una zona rural de México, en un programa del Instituto de Nutrición. Colaboré en la época de la crisis de violencia política con una clínica en la colonia La Brigada. Fui docente de Clínica e investigador de campo en áreas rurales en la Facultad de Ciencias Médicas de la USAC. Tuve una experiencia sobre la humanidad y la inhumanidad cuando asistí a Nicaragua durante el terremoto. Finalicé mi carrera docente pensando, escribiendo y conversando con estudiantes sobre bioética.
Todas esas experiencias me impulsaron a dejar en blanco y negro muchas inquietudes en un libro que titulé Tras el sentido perdido de la medicina. Quise dejar constancia de las tragedias humanas que presencié y viví, de la admiración por esa combinación generosa del sacrificio personal atado a una modestia natural del personal con quienes compartíamos penas y alegrías. Dejé testimonio de respeto a mis maestros, compañeros, compañeras, estudiantes, de la fortaleza humana de gran cantidad de personas enfermas en condiciones críticas y de las angustias de familiares, especialmente de padres y madres que temen que las vidas de sus hijos se esfumen. Y, en efecto, vi esfumarse muchas vidas de niños y jóvenes que debieron haber permanecido potentes para cuidar la ancianidad de sus padres.
También fui testigo de la ignominia. No puede escapar de mi memoria las muertes de niños y adultos sufriendo megacolon tóxico durante la epidemia de shigelosis, cuando en los hospitales no contábamos con ampicilina, que era el tratamiento de elección. Usábamos antibióticos muy baratos como consuelo relativo para nuestras conciencias. Mientras tanto, Carlos Arana Osorio daba un salto gigantesco en el latrocinio de los recursos del Estado. Pero, por supuesto, tuvo cómplices que no fueron únicamente políticos de profesión. También recuerdo los movimientos hospitalarios reclamando mejorar las condiciones de servicio (nunca salarios). Recuerdo la cordial visita del Ejército en el San Juan de Dios para vapulearnos en tiempo de Enrique Peralta Azurdia y el secuestro de un compañero (por los mismos motivos) en tiempo de Arana Osorio. El compañero apareció gracias a la solidaridad de la mayoría de los hospitales del país.
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Pero, con todo y haber vivido las faenas y épicas de esos tiempos, jamás imaginé que viviría para ver lo que ahora veo: una extraordinaria internalización de ética profesional del personal de salud y un número de muertes sin precedentes en el cumplimiento de su misión. La decisión del cumplimiento del deber parece parte constitutiva de su ser. No puedo negar que mi admiración y mi respeto, a partir de los casos concretos que conozco, se manifiestan incluso en mi piel. Pero también veo su contrario: el cinismo y la inmoralidad extrema de políticos que, aprovechándose de la tragedia, mueven sus piezas en el tablero de la corrupción (por ejemplo, diputados cuya halitosis moral invade el hemiciclo por el asunto de las cortes). Pero no son solo políticos profesionales los ladrones sin escrúpulos. También los que los han prohijado en su beneficio, aquellos que los financian en los procesos electorales para que legislen manteniendo sus privilegios. Son los mismos que con palabra hipócrita se han opuesto a una lucha franca contra la corrupción. Los mismos que apoyaban, poniendo cara de inteligentes, la lógica contundente de la privatización de la salud (y del agua) en los tiempos de don Álvaro Arzú. Son los mismos que ahora, con palabra engolada, hablan del mérito del personal de salud porque están usando su libertad de decisión de enfermar o morir por los otros. Pero callan sobre cuál va a ser su participación en la mitigación del problema económico y su contribución a la mitigación del problema de salud de sus conciudadanos (porque en lenguaje puede ser tan importante lo que se dice como lo que no se dice). Así, resulta que la obligación es siempre de los otros, que el sacrificio es de los otros, incluyendo los que se mueren de hambre (aunque ahora usan la desnutrición, que siempre han olvidado, como argumento). El beneficio a cualquier costo es, para ellos, sustancia ética de las descomunales fortunas. El futuro de la pequeña y mediana empresa es cuestión del mercado y de suerte. El de las propias es cuestión del Estado protector (de fortunas). Algarabía por la apertura, sí, pero silencio sobre sus aportes y sobre qué hacer con los hospitales saturados, donde el personal médico y de enfermería se masacra mientras ellos miran Netflix.
El personal de salud merece respeto, y no solo la palmada condescendiente por su trabajo y la condolencia cuando se muere.
Ahora la obligación urgente es proveer recursos de protección y tratamiento para ellos y sus pacientes. En el futuro, la construcción de un sistema sólido de salud estatal, con programas serios de atención primaria y recursos para los otros niveles de atención, debe ser una exigencia irreductible de la ciudadanía, quizá encabezada por el personal de salud y esperando que ese ideal no vuelva a ser objeto de persecución política, con calificativos que ya por experiencia conocemos.
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