Quisiera escribir este texto sobre mis apuntes para mirar la violencia en El Salvador sin hablar de mi padre, pero no es posible escribir sobre la violencia sin decir, como ya he dicho, que soy huérfana desde hace 25 años porque mi padre fue asesinado. Eso marca un abismo en mi relación respecto a otros. Abismados vamos con nuestras historias personales que no terminan de salir porque la historia, desde lo institucional en El Salvador, ha sido un abismo. Un agujero negro, más bien, que se ha tragado las memorias personales para anularlas en un discurso de Estado homogéneo que repite sus narrativas nacionales desde la mirada del criollo reconciliado después de la paz, salvadoreños de comercial de televisión, guapos, blancos y extranjeros.
Yo, como todos los que sufren pérdidas por violencia, entré en el agujero negro, pero antes de que la oscuridad chupara mi vida intenté salir y el primer paso fue comprender que lo de mi papá se trató de un asesinato. Comprendo el asesinato de mi padre en esa red terrible de pérdidas constantes en un país que no ha dejado de reportar largas listas de asesinatos en los últimos 40 años y aún más adelante. Los métodos han cambiado, las razones han cambiado, pero están allí: nos siguen matando, algunos siempre han decidido matarnos. La luz que me ayudó a salir fue la historia y mirar la muerte de mi padre como una historiadora que quiere plantear respuestas, y no como una huérfana, dolida y enlutada.
No puedo escribir este texto —ni otros— sin aceptar que asesinaron a mi padre. No porque eso (me) conmueva, sino porque con el paso de los años he podido situarlo en algo más, en un país. No porque mi padre importe, sino precisamente porque mi padre no importa. Como no importan tantos otros padres, madres, hijas, hijos, por años, casi siglos.
Las herramientas de la historia abren una herida en mí, pero es posible acercarme a ver esa carne partida en dos. Hace años experimenté un ataque brutal. Quedé muy muy herida. Luego quedaron las cicatrices. Eran tantas que tuve que verlas y entenderlas en su diálogo con mi otra piel, la sana. Algo así fue mirar mi dolor desde lo histórico: ya no siento tan abierta la herida del asesinato de mi papá, pero estará presente siempre, como ese grupo de cicatrices. La piel nunca vuelve a ser la misma. El tejido no vuelve al mismo lugar. Ha habido una ruptura, y la ruptura misma es la que constituye otra piel, una carne partida en dos y lo que divide. Mirar el duelo y lo que hay entre hendiduras, lo que puede decir ese espacio abierto para siempre, en la piel o en la historia propia, es lo que permite enunciar la experiencia de duelo, violencia y trauma. Esa mirada, me digo, debe ser una aproximación, desde la experiencia, desde lo subjetivo, a una forma más clara, más sistematizada, de abordar la historia del tiempo presente, que por cercana nos parece más propia y más brutal. Desde ese lugar de cicatriz parto del asesinato de mi papá para situar las violencias, que ya son situación, para proponer una posible periodización de nuestras violencias para entender la guerra y la paz.
Mi papá fue asesinado en 1991. Aún vivíamos en guerra. Un año después se firmó la paz. Mi papá no fue asesinado por la violencia selectiva o represiva del Ejército ni por la violencia estratégica política de la guerrilla. Fue asesinado, así nomás. No sabemos por qué. Le robaron un carro. Alguien. No sabemos quién. Esa violencia no era la que todos miraban, la que no tenía atención entre las grandes tragedias y matanzas, una que nos mata desde hace años, normalizadamente. Pero ¿por qué? En El Salvador empezamos a verla con atención ya entrados al siglo XXI. Los 7 muertos al día llegaron a ser 25 asesinatos diarios. Incluso han despuntado a 500 asesinados al mes. Pero decidimos darles otra respuesta, otra categoría: la violencia de las pandillas y del narco. Y de nuevo los asesinados como mi papá dejaron de importar. O no importaron nunca.
¿Qué sucede con esas violencias que no sabemos situar porque no caben en el discurso del Estado y de las instituciones, en el de los medios de comunicación ni en el de los otros, los antagónicos, quienesquiera que sean? ¿Dónde puedo situar a mi papá si no es mártir de la izquierda ni de la derecha? ¿Dónde puedo enterrar al padre de dos niñas cuyo asesinato no constituye un magnicidio? ¿Cómo tipificar, para quienes estudian la guerra y la paz, ese asesinato que no significa nada, pero significa tanto porque es parte de una constante que atraviesa el tiempo? ¿Dónde quedan todos esos que han sido asesinados por el único motivo del asesinato en sí mismo?
Con esas preguntas podemos encontrar una contundencia en un camino para investigar o al menos empezar a pensar en la violencia como un proceso histórico. Si la violencia, como hasta las pláticas coloquiales demuestran, es una constante en la historia salvadoreña, ¿por qué no puede ser una hipótesis?
Pienso que entre esta angustia por periodizar, cortar, demarcar los tiempos de la historia hemos cometido muchos errores, o nos hemos trazado muchas trampas, para entender el devenir del país, incluso el de Centroamérica, y el momento que vivimos. Ahora que estamos por llegar a los 25 años de la firma de los acuerdos paz en El Salvador, muchos hablan de la ley de amnistía, de la posguerra, de la paz, pero poco a poco estas conceptualizaciones se nos van convirtiendo en sacos vacíos —y a veces rotos— donde depositamos lo que queremos, sea lo que sea. Y si miramos un poco mejor, lo que une esas conceptualizaciones es la violencia, que atraviesa cualquiera de ellas y de muchos modos les da sentido. ¿Qué hacemos con esa constante de asesinatos? ¿Con ese exterminio fratricida, si quieren llamarlo de una manera poética? Lo que propongo es que debemos acercarnos a otras experiencias, cruzar miradas con los sociólogos, los antropólogos, los historiadores, con la violencia como pregunta, y no como respuesta. Propongo una cartografía que opere como camino para pensar el dolor propio, el dolor ajeno, el dolor compartido: dolores que son, finalmente, los que nos mueven y acompañan.
El dolor es parte de nuestras narrativas individuales que se suman, como experiencias historizadas, en una narración mayor: la de los procesos históricos. Si digo esto, es por la experiencia. Mirar ese acontecimiento contundente de mi vida desde una perspectiva cruzada por procesos históricos de larga duración es lo que me ha ayudado, más que la terapia de psicoanálisis, a ver el dolor como una fuente para entender la historia. Y lo mismo han hecho otros antes. Todos los que somos huérfanos somos algo más que huérfanos. La mirada de la historiadora que es huérfana quiere apuntar, en sus anotaciones de tantos años, qué hacer con ese dolor tan grande, dónde tantear en la oscuridad de la locura, por dónde empezar para dejar de matarnos.
Quisiera aparecer feliz en una foto, a lo mejor una foto en un paisaje interminable y maravilloso. Lo quisiera de verdad. Pero sé que debo mirar el proceso antes que la escena final. Lo mismo pasa, pienso, con las sociedades, con lo que consideramos pueblo-nación (para ponerme gramsciana): estamos tan heridos que no podemos mirar la fotografía completa. Yo guardo dos retratos con mi papá. En uno mi mamá anotó una fecha, mi cumpleaños. En otra yo escribí, a los 6 años, una historia que inventé sobre ese momento. Quería tener, imagino, un lugar al cual volver, una respuesta sobre mi papá y yo. Algo así, pienso, puede ser el ejercicio de la historia en las naciones con experiencias de dolor.
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