Un país donde un integrante de su máxima corte trata de usar su poder para salvar a un miembro de su familia tiene que asumir que los mecanismos establecidos para formar, seleccionar y promocionar a sus altas autoridades han estado fallando y que deben tomarse medidas drásticas para resolver el problema si no quiere sumir en el caos a toda la sociedad. Sin embargo, si esa alta autoridad descubierta en un acto ilícito prefiere esconderse tras un disfraz a enfrentar su falta y, puesta ante un juez, intenta manipular la información, su comportamiento denota que ella no es simplemente una pieza rota del engranaje, sino que todo el sistema ha perdido su razón de ser.
El comportamiento de la señora Stalling nos muestra que existe, en buena parte de los funcionarios del poder judicial, la práctica, evidentemente inveterada, de usar el cargo para obtener beneficios personales no como algo anormal, sino como un proceder común y corriente. Duro es tener que asumir que este tipo de comportamientos están insertos en lo más profundo de la cultura guatemalteca. Si el caso Stalling fuera algo raro e inusual, al ser descubierta habría optado por renunciar al cargo, pedir disculpas y tratar de reducir su condena con buen comportamiento. Pero no ha sido así. Ella considera que su actuación es común y por ello aceptable (como también se justifica el joven hijo del ahora presidente de la república) y se esconde en artificios legales para justificar su proceder.
Cierto es que en todo el sector público responsable de la justicia existen nuevos actores que intentan hacer bien su trabajo y que estos, dadas las circunstancias, en lugar se ser vistos como funcionarios que cumplen con lo adecuado, han sido considerados héroes nacionales, ya que su comportamiento honesto, serio y responsable rompe con el paradigma de irresponsabilidad y deshonestidad impuesto por décadas. Resulta que jueces como Silvia de León (quien ligó a proceso al hermano y al hijo del presidente Morales), Carlos Ruano (quien denunció a la magistrada Stalling), Yassmin Barrios (quien presidió el tribunal que condenó a Ríos Montt), Miguel Ángel Gálvez (quien ordenó la detención de Pérez Molina, Baldetti y compañía y los ligó a proceso) o Claudia Escobar (quien denunció a Gudy Rivera) resultan la anomalía en el sector justicia, aves raras, excepción a la regla, simplemente porque han asumido con seriedad, honestidad y decencia el cumplimiento de su función.
El juez honesto y digno ha resultado no ser común en la sociedad guatemalteca. Los jueces corruptos y manipuladores son aún la mayoría, lo que nos demuestra que por décadas los distintos factores de poder han venido creando y estimulando esos comportamientos. Porque no llegaron del aire, en bandada veraniega, como llegan las golondrinas. Surgieron y se desarrollaron porque hubo otros actores con poder que fueron promoviéndolos, que fueron usándolos para sus intereses. Primero fueron pocos, escasos, ¡pero afortunados! Y nadie en Guatemala critica las fortunas mal habidas y mucho menos pide castigo a quienes las acumulan de ese modo. Es aquí donde está el origen de nuestros males: en esa cultura hipócrita que dice que no roba, pero felicita y admira al ladrón y comparte alegremente con este.
La corrupción se convirtió en un modus operandi, en un aliado necesario para el enriquecimiento ilícito de otros. Y los jueces, siguiendo la consigna popular, asumieron que podían morder a los descalzos, a los ladrones de gallinas, pero no a los que dentro y fuera del Estado roban a lo grande. Por ello las Stalling sobreviven y llegan a los puestos más importantes. Por eso las Thelmas Aldana o las Paz y Paz resultan escasas y heroicas.
Hay que tener claro que ese proceso de descomposición social tiene una fecha de inicio muy específica: cuando la insurrección fue considerada el principal problema político y se hizo de su combate el mayor de los negocios. No importaba ser mal gobernante o empresario corrupto. Todo se podía arreglar con dinero público, siempre y cuando la supuesta peste insurreccional fuera detenida. Ydígoras Fuentes, Peralta Azurdia y Arana Osorio comenzaron los negocios. Ellos y sus grupos se apropiaron de los fondos para carreteras y servicios públicos obviando la transparencia porque ellos eran los dueños del poder. Ellos protegían al país de los malos, de los comunistas, y, cuando obligaron a jueces y magistrados a no ofrecer a las víctimas el derecho de habeas corpus y hacer de la tortura una práctica común, dieron el banderazo de salida al establecimiento de la corrupción en todos los espacios del poder judicial.
Si el juez tenía que hacer caso omiso del derecho más inalienable del ser humano, el que por principio debe tratar de proteger, también podía ponerse del lado del ladrón de bienes públicos o del evasor de impuestos, pero ¿por qué hacerlo de gratis si él también podía sacar tajada? Y así tenemos hoy la maleza que se cultivó en aquellos años.
Si se niega un derecho, si se acepta un negocio, todos los demás pueden ser negados y negociados, vendidos y ofrecidos, y así se destruye todo el aparato legal de protección al ciudadano. Surgieron así estamentos sociales claramente diferenciados: los que pueden tener el beneficio de la ley porque la pagan y los que sufrirán todos sus rigores porque no tienen con qué pagar. La mercantilización de la justicia destruyó la ética y la moral ciudadanas.
Largas décadas de procesos supuestamente liberalizadores de la justicia no han dado en nada, ya que, en lugar de atacar la raíz, nos hemos ido por las ramas. En lugar de endurecer los mecanismos de ingreso a la carrera y controlar el cumplimiento de la ley en todos los órdenes, se buscó mantener grupos con privilegios. Se armaron comisiones postuladoras que no son sino grupos que velan por los intereses de sus allegados. No se evalúan con estricto criterio las calidades y las capacidades de los candidatos, sino se privilegia el reparto de cuotas de poder para los que mercan y usufructúan el poder público.
Así las cosas, las Stalling dominan el escenario, aunque de vez en cuando pierdan las pelucas.
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