Sin embargo, en países donde los que manipulan y controlan las distintas formas de poder (político, social, económico, ideológico) se avergüenzan de lo sucedido, pero no tienen el coraje de evidenciarlo, simplemente lo ocultan y procuran que el olvido esconda crímenes, abusos y engaños. Y, lo más grotesco, tratan de convertir en héroes a quienes envilecieron la función pública y las prácticas sociales o fueron simples acompañantes complacientes de los perpetradores.
Contarles a quienes nos sucedan los hechos de nuestra época con honestidad y objetividad implica reconocer éxitos y sufrimientos, logros y vejámenes de quienes compartieron con nosotros un período de existencia, dejar constancia de los hechos sin dobleces ni silencios, sin magnificar virtudes y logros, sin esconder errores o crímenes.
Lo actuado por el Congreso de la República el año pasado al aprobar que el estadio nacional llevara el nombre correcto del homenajeado es un buen ejemplo de los esfuerzos necesarios para construir nuestra memoria colectiva. Construido en 1948, fue llamado estadio Revolución en sus primeros años. Derrotado este proceso, y con esa intención mezquina de quienes lo realizaron, en 1954 se quiso rendir homenaje a un valioso deportista, solo que deformaron su nombre, avergonzados porque este no los retrataba como clase exitosa. Les pareció poco liberacionista lo de Doroteo Guamuch y lo dejaron en Mateo Flores. Aunque pasaron más de 60 años, finalmente el error y la ofensa histórica fueron reparadas y ahora nos sentimos orgullosos de ese deportista de apellido Guamuch, tan guatemalteco como el que más.
Los nombres y las referencias personales son elementos importantes para definir una época y recordar logros individuales que nos invitan a imitarlos. Es aquí donde el poderoso impone su visión de la historia y del mundo. Los conquistadores, deseosos de hacer olvidar la toponimia de los lugares subyugados, crearon pueblos y ciudades dedicados a sus santos y reyes y consiguieron que, pasados 500 años, nos adscribamos culturalmente a esos nombres, y no a los que antiguamente poseían. Al conquistar la tierra impusieron la cristianización de nuestras referencias.
Hospitales, escuelas e instituciones públicas por todo el país mantienen la nomenclatura del período del más abominable régimen militar que en la época moderna hayamos vivido. Esposas de militares sanguinarios y autoritarios prestan sus nombres para nombrar hospitales y centros asistenciales, sin más mérito que el de haber compartido lecho con ellos. Si en Cobán el hospital nacional sigue llamándose Helen Lossi de Laugerud, el centro de educación especial de la Secretaría de Bienestar Social continúa llamándose Álida España de Arana. Pero la pleitesía a los líderes de esa época llega a tal grado que aun el complejo deportivo de Jalapa se denomina Romeo Lucas García y el hospital de Chiquimula Carlos Arana Osorio.
El alcalde de la ciudad de Guatemala ha dispuesto llamar con nombres de dictadores los pasos a desnivel por donde transitan mayoritariamente las clases altas y con nombres de líderes políticos asesinados apenas los que utilizan los sectores populares. Con claridad meridiana ha dado a cada clase social los nombres que le son referencia a esta. ¿Por qué el viaducto de la zona 15, en lugar de llamarse Rafael Carrera, no se llama Justo Rufino Barrios o Manuel Colom Argueta? ¿Y por qué darle el nombre de Carrera al de la zona 6, y no el del alcalde asesinado? Porque en el grupo que dirige la Municipalidad capitalina hay el interés de grabar en la memoria de los ciudadanos pudientes los nombres que consideran su referencia, hacer amplios homenajes a dictadores y dejar de lado a los políticos progresistas.
Muchos centros escolares públicos llevan el nombre de políticos vinculados a procesos altamente represivos, como los institutos experimentales de Jutiapa y Chiquimula, dedicados a Efraín Nájera Farfán y David Guerra Guzmán, respectivamente. Otros han sido dedicados a políticos de la más baja calaña, como los institutos, los centros culturales y las escuelas de Escuintla dedicados a Arístides Crespo. Las nuevas generaciones crecen escuchando esos nombres y valorando sus logros muchas veces sin conocer a fondo lo que hicieron o dejaron de hacer por el país y su localidad.
Los distintos regímenes de la época contemporánea (de 1985 a la fecha), marcadamente conservadores y pusilánimes, han optado no solo por mantener tales nomenclaturas sin entrar a cuestionarlas, mucho menos a rectificarlas, sino, lo más siniestro, también por incrementarlas con nominaciones para nada edificantes ni representativas.
En ese contexto, en muchas de las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos se ha exigido al Estado de Guatemala que algunas calles o escuelas lleven el nombre de ciudadanos víctimas de los aparatos terroristas del Estado a causa de sus ideas y posiciones, sentencias que lamentablemente se han cumplido a medias, pues, si bien se hacen las nominaciones, no existe mayor información pública que explique los motivos por los cuales tales calles (de no más de cien metros en su mayoría) o centros escolares llevan tales denominaciones.
Colocar placas conmemorativas, como se hizo en los años 70 y 80, para indicar lugares donde fueron acribillados ciudadanos, en su mayoría estudiantes universitarios o políticos, no es suficiente. Son necesarios, como mínimo, paneles informativos resistentes, semejantes a los que la Municipalidad de Guatemala ha instalado en puntos históricos, de manera que todo el que transite por esos lugares conozca las razones por las que se hacen tales referencias.
Es hora de que desde los ministerios de Educación y Salud, desde la Universidad de San Carlos y las municipalidades, se dejen de lado la cobardía y la complicidad y se trabaje seriamente a favor de la memoria histórica del país. No es lo mismo dedicar un hospital a Elisa Martínez o a Pablo Fuchs que a Helen Lossi de Laugerud o a Carlos Arana Osorio. No es lo mismo dedicar un instituto a Carlos Martínez Durán o a Héctor Neri Castañeda que a líderes de la Liberación. En todos los casos, además, es indispensable una amplia información a los usuarios directos e indirectos para que esos nombres no sean simplemente amontonados de letras, sino referencias directas a acciones y momentos de nuestra historia colectiva.
Nuestra memoria se construye con base en referencias de hechos y procesos. Narrarlos adecuada y objetivamente es indispensable. De nosotros depende que el autoritarismo, la corrupción y la violencia, en lugar de cuestionarse y criticarse, se enquisten aún más en nuestras prácticas colectivas. Rendir tributo a los sacrificados, violentados y esforzados es una obligación histórica, como lo es también rechazar lo fútil, violento y personalista.
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