Los niños que regresaron de un paseo por el infierno
Los niños que regresaron de un paseo por el infierno
En 72 horas, unidades operativas –escuadrones de la muerte– de la Dirección de Inteligencia del Estado Mayor de la Defensa Nacional, apoyados por policías, capturaron a 16 estudiantes de educación media, integrantes del Frente Estudiantil Revolucionario Robín García (FERG). Hacia mayo de 1982 quedaban 16; y a los 16 se los llevaron.
Todo empezó la tarde del sábado 29 de mayo, con la captura de Marvyn Pérez (14 años, estudiante del Instituto Central para Varones) y Luis Pocon, alías “Foco rojo” (16 años, estudiante de la Escuela Normal), y Carlos Leonel Méndez Mayen (17 años, carpintero). Frente a la municipalidad, en el paradero de autobuses que se extiende a lo largo de la sexta avenida hasta llegar al Centro Comercial de la Zona 4, se empezaron a escuchar las sirenas de varios carros de policía para hacer que el autobús en el que iban los tres estudiantes se detuviera. Bajaron a todos los pasajeros, y a los estudiantes los separaron para capturarlos. Los tres fueron llevados a la sede del Departamento de Investigaciones Técnicas (DIT) de la Policía Nacional, donde ahora está la estación 13.2 de la Policía Nacional Civil, en la 19 calle 19-85, la Villa de Guadalupe, zona 10. En el suelo de la autopatrulla los policías golpeaban a los estudiantes y les gritaban que les iban a hacer hablar.
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“Señores periodistas, acabamos de presenciar un cuadro verdaderamente dramático, donde los padres en un amoroso abrazo lloraron juntamente con sus hijos; vimos lágrimas de arrepentimiento, de culpabilidad, conciencia, satisfacción y felicidad. El gobierno se siente satisfecho de poder entregar a sus hijos a sus padres, después de firmar un acta donde se comprometen a velar por la conducta en el futuro de sus hijos, porque en la situación en que se encontraron también tienen demasiada culpa” (Prensa Libre, 10 de junio de 1982). Esas fueron las palabras de Rafael Escobar Argüello, subsecretario de Información de la Presidencia, el 9 de junio de 1982, pronunciadas en el salón de actos del Club Social de la Policía Nacional, en la zona 6 de la Ciudad de Guatemala. Hasta la fecha, el Club Social continúa en ese lugar.
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Al caer la tarde del sábado, una señora que estaba buscando a su esposo, a quien supuestamente liberarían ese día, les compartió un sánguche a los tres estudiantes. Esa iba a ser su única comida durante varios días. La mujer, que vestía un largo delantal, se alejó con el semblante triste, devastada. Su esposo —eso le informaron— no estaba allí ni iba a ser liberado. Eran los tiempos en que muchos buscaban con desesperación a sus familiares en los cuerpos de policía, las morgues, los hospitales.
El suplicio para los estudiantes iba a empezar hasta la tarde de domingo, porque para los expertos en interrogatorio no había tarde de domingo que contara. Les colocaron una larga faja de hule que provocaba un intenso dolor por la hiper-extensión en las articulaciones, al mismo tiempo que asfixiaba al torturado cuando la faja se ceñía a la cara y llegaba hasta los pies; y les hicieron submarinos, en las tasas de los inodoros ubicados en el segundo piso del edificio interior de la sede del DIT.
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Escobar Argüello ofreció becas para los que quisiéramos continuar estudiando. “Nos regañó por haber engañado a nuestros padres y a nuestras familias, del peligro al que los habíamos expuesto y el dolor que les habíamos hecho sufrir. Mencionó que sólo estudiando y superándonos podríamos cambiar el país, que la lucha armada era estéril porque los guerrilleros estaban comandados por el comunismo internacional al servicio de los soviéticos, los cubanos y últimamente, también, de los nicaragüenses”, narra Marvyn.
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El lunes 31, el movimiento en el DIT se hizo más intenso. Judiciales calzados con botas vaqueras tomaron sus puestos en pequeñas oficinas. Después de todo, los perpetradores eran burócratas de una moderna maquinaria administrativa. Marvyn recuerda que uno de los agentes gritaba: “¡Ya casi los tenemos a todos!”.
A las seis de la mañana fueron llevados Milton Teni (17 años, estudiante de la Escuela de Comercio), y Alfonso Álvarez (18 años, estudiante del Instituto Técnico Vocacional). Alfonso había sido capturado la noche anterior en su casa. Intentó escapar por los techos vecinos pero sus captores –hombres vestidos de civil- le advirtieron: “bajá hijo de la gran puta o matamos a esta vieja cerota”. Alfonso pasó esa noche de domingo en la Guardia de Hacienda.
A media mañana empezó otra ronda de martirio. El interrogatorio estaba dirigido por un militar que vestía uniforme caqui, camisa de manga corta y bolsas de parche frontales, el uniforme de diario de los oficiales del Ejército. Los judiciales se le cuadraban: “a sus órdenes mi coronel”. Sobre una mesa estaba un grueso álbum de fotografías. Atrás del detenido se colocaban dos soldados. La tarea para el interrogado consistía en identificar a quienes aparecían en las fotografías, dar información sobre ellos. Cada vez que ellos creían que debía reconocer a una persona le golpeaban. Quienes se encargaban de los golpes eran los soldados; el coronel solo daba órdenes, verbales o con la mirada. Por la tarde, la tortura continuó con una sesión de capucha y más golpes.
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El secretario de Relaciones Públicas de la Presidencia, Francisco Bianchi, también participó en la conferencia de prensa: “…les habló a los jovencitos del amor de Dios, indicándoles que les amaba, y si ponían toda su confianza en él sus vidas cambiarían. Les habló de Dios con mucha ternura y cuatro de los jovencitos aceptaron seguir al Señor Jesús”, reseñaba la nota de Prensa Libre. Por último, recuerda Marvyn, Bianchi pidió que nos pusiéramos de pie, que nos tomáramos de las manos y que oráramos lo que él nos decía. Nos invitó a que nos uniéramos a la Iglesia El Verbo, que allí nos podían ayudar a encontrar a Dios.
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Hacia las ocho de la noche de ese lunes fueron llevados Edwin Catalán (18 años), y Edwin Guzmán (17 años), ambos estudiaban en la Escuela de Comercio, y fueron capturados por hombres vestidos de civil en el parque Navidad, de la zona 5.
Tres horas después, en la 18 avenida y 27 calle de la zona 5, alrededor de la casa de Marvyn, hombre armados capturaron a sus hermanas Lesbia (16 años) y Alba (18 años), estudiantes de magisterio en el Instituto Belén. A Sandra (17 años, estudiante de magisterio en el Instituto Pedro Arriaza Mata) la sacaron de la casa de Marvyn, a donde había llegado a preguntar por él.
A Elián López (18 años, estudiante de Comercio), quien había sido capturado en las cercanías de su centro educativo, también lo llevaron esa misma noche. Con él sumaban once los estudiantes detenidos. Aún faltaban dos para completar el grupo de 13: Sonia (16 años, estudiante del Instituto Gómez Carrillo), y Edwin Aldana, Chachalaco (18 años, estudiante de la Escuela Normal).
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Ese 9 de junio, cuando fue la conferencia de prensa, Luis Mérida López, ministro de Educación, mencionó el caso de los estudiantes de secundaria, menores de edad, que fueron capturados por las autoridades. El ministro “pidió el apoyo de los padres de familia para que vigilen con más cuidado a sus hijos.” (Prensa Libre, 10 de junio de 1982).
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En la tarde del martes 1 de junio, Marvyn y sus hermanas fueron llevados a la oficina del jefe del DIT. En esos días, el primer jefe del DIT era Oswaldo Yat Xolán; Jorge Luis Escobedo, segundo jefe; y Virgilio Gudiel Ortega, tercer jefe e inspector general.
Allí los esperaba un hombre, ya entrado en años, de cabello rubio, escaso, engominado, peinado hacia atrás, que parecía más un hombre de negocios que un especialista en tortura. Con un marcado acento extranjero les ordenó escribir una especie de biografía. “Yo he estado en muchas partes del mundo y sé lo que hay que hacer”, les advertía. Si mentían amenazaba: “les vamos a sacar las uñas”, “les vamos a quemar el culo”, “los vamos a hacer mierda”. Pasar la tarde escribiendo fue mejor que las palizas feroces.
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Uno de los agentes del DIT, a quien llamaban “El Gato”, entre carcajadas y aplausos anunciaba a gritos “¡Vamos de cacería!”, cuando salían en operativos de captura. Y eso fue lo que tuvo lugar en las calles de Ciudad de Guatemala por aquellos años: cacerías de seres humanos.
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Según consta en los papeles del Archivo Histórico de la Policía Nacional, a las 20:20 horas de ese martes 1 de junio, don José Domingo, padre de Marvyn, llegó a la sede del DIT: “Asunto: Localización de su hijo menor: Marvin Iván Pérez Dionicio, de 14 años de edad, de tez morena […] viste pantalón gris a rayas, una camisa playera amarilla, zapatos tenis, calcetines ignorado color”. En la denuncia se establecía que el papá de Marvyn pedía “que se proceda a la localización del mencionado menor y para que fuera entregado a sus padres…” (Denuncia No. 7958, DIC). Don José Domingo se recuerda ahora de don Carlitos, un vecino del barrio, que fue el único que, en medio de aquella tragedia, lo acompañó a todos lados: morgues, hospitales, comisarías, cárceles. Pudo más la solidaridad que el pánico.
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Hacia las diez de la noche llegó donde los estudiantes estaban, un hombre, con porte militar, vestido de negro, con una playera de manga larga y cuello alto, que les dijo: “no quisieron hablar aquí; allá van a hablar”.
Les taparon los ojos con papel periódico sujetado por la frente y las mejillas con maskingtape. Y empezó una nueva forma de ver, de sentir, de saber, sin la mirada. Hasta ese momento habían estado esposados. Más allá del papel periódico estaban las sombras, los sonidos, los pasos, las voces, los gritos.
Uno a uno fueron sacando a los estudiantes al patio del DIT, donde les esperaban varios vehículos Ford Bronco a los que les habían quitado los asientos traseros, y allí los metieron como bultos, tirados en el piso que olía a polvo y hule. El recorrido no fue ni largo ni corto.
Al entrar a aquella casa, Marvyn sintió una sensación de muerte. Escuchó una mezcla de grito y llanto, que por ratos se transforma en gemido. Al nomás entrar sintió un punzante olor a sangre, como a hospital. Había un frío peculiar, que no es el frío de la temperatura. Es un frío cargado de miedo. Una pesada losa cayó sobre la esperanza que aún quedaba en aquellos niños de salir con vida de esa experiencia. Los días en el DIT habían sido el prólogo. El verdadero castigo estaba por venir.
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A cualquier hora, no importaba que fuera de día o de noche, los golpeaban: “nos pateaban en cualquier parte del cuerpo”. De tanto en tanto, lo conducían a un cuarto, lo sentaban en una silla y los golpeaban. Hacían muchas preguntas a la vez, pero no daban tiempo de contestarlas, parecía que no esperaban respuestas.
Sentía punzadas como de alfiler, eran cortadas hechas con algo muy fino, como hojas de afeitar, que quedaban ardiendo todo el tiempo. Otro día, percibí olor a cigarro, y un ardor en la piel: me estaban quemando. Marvyn descubrió que la electricidad también podía usarse para causar tormento. “Ahora sí vas a hablar”, le decían; “esta va a ser tu última noche”, “te vamos a tirar en la puerta de tu casa”, “te vamos a cortar los dedos”.
Marvyn se alegraba cada vez que veía regresar a los estudiantes con los que compartía el cuarto en ese centro clandestino de detención. Golpeados, inconscientes y cada vez en peor estado, pero vivos. En eso consistía lo que iba quedando de esperanza.
Eran largas sesiones de tortura que terminaban solo cuando el torturado había perdido el conocimiento, cuando ya no podía más. Marvyn recuerda que del agotamiento se quedaba dormido, y que despertaba con el deseo de que todo hubiera sido una pesadilla.
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Desde donde Marvyn estaba, en uno de los cuartos del segundo piso, parecía que todo lo que pasaba en la casa se escuchaba. No sabía si era peor la tortura que sufría o escuchar los gritos desgarradores de los otros. Las pisadas de los zapatos en el piso de madera hacían que los pasos retumbaran. Y esos pasos aceleraban el pulso. Al sentir los pasos creía que iban por él, a sacarlo para torturarlo.
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Al segundo nivel de la casa se accedía por una escalera en forma de caracol. Uno de los cuartos tenía tina de porcelana y lámparas de cristal cortado, las ventanas estaban selladas con tablas, pero por las rendijas se podía ver un muro perimetral rústico, construido con blocks. No se escuchaban ruidos de ciudad: camionetas, bocinas, el paso de aviones. Solo un gallo que, al despuntar el alba, anunciaba que un nuevo día estaba por empezar. Así pasaron los nueve días que permanecieron detenidos en ese lugar.
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El sábado 5 de junio la dinámica cambió. Cesaron los gritos, el llanto. Un silencio expectante se impuso. Por primera vez los estudiantes recibieron algo de comer: carne guisada con arroz. Desde el martes por la noche Marvyn no recuerda haber comido ni bebido nada; tampoco recuerda haber tenido hambre ni sed.
La tarde de domingo llegó un médico a examinarlos.
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En la noche del domingo 6 de junio uno de los agentes les dijo: “hoy voy a ver noticias sobre Ustedes”. Durante el sermón que el Jefe de Estado, el general Efraín Ríos Montt, pronunciaba todos los domingos, en el de ese día, reconoció que las fuerzas de seguridad tenían capturados a los estudiantes, y anunció que los iban a liberar.
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El lunes por la tarde los estudiantes fueron obligados a leer frente a una cámara de video, una confesión. Dijeron sus nombres, las organizaciones a las que pertenecían y su arrepentimiento. La cámara de televisión usada tenía una calcomanía con el logo de Aquí el mundo, el noticiero dirigido por Mario David García.
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La madrugada del miércoles 9 de junio les dieron una mudada de ropa nueva y zapatos. Uno de los integrantes del escuadrón les amenazó: “Algunos de Ustedes me vieron la cara. Ustedes son los únicos que se han salvado. Si un día me ven en la calle hagan como que no me conocieron, porque si hacen como que me conocen, regreso por ustedes”. Éste agente sabía muy bien que cada capturado que saliera vivo de aquel centro clandestino, era una posibilidad de que se quebrara el código de secreto en que se basaba todo su trabajo.
Los sacaron de la casa y los subieron a las camionetas Ford Bronco, se abrió el portón y el convoy de vehículos empezó su recorrido de regreso a Ciudad de Guatemala.
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Después de los sermones de Bianchi y Escobar empezó la conferencia de prensa. Un estudiante leyó el texto que les habían preparado, advirtiéndoles: “tienen que decir lo que nosotros les vamos a decir, ni más ni menos”. Al terminar de leerlo, les dijeron que podíamos irse. Y el silencio que había en el salón se rompió con llantos y abrazos entre los estudiantes y sus padres. “Finalmente, podíamos tocarlos, abrazarlos y besarlos. Fue un encuentro cargado de inmensa alegría y amor. Así fue como se terminó aquel tiempo, en el que ni estábamos muertos, pero también, dejamos de estar vivos”, recuerda Marvyn.
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El jueves 3 de junio de 1982, en horas de la tarde, a inmediaciones del Instituto Normal para Señoritas Centroamérica, en la zona uno de la ciudad de Guatemala, la policía planificó un operativo para capturar a Axel Raúl Lemus García, alias “El gato”; Jorge Estuardo Marroquín Martínez, “El chino”; y, Carlos Enrique Medina Núñez, “El ganso”. Este último fue herido en el operativo y su cadáver apareció al día siguiente en El Campanero (Mixco, Guatemala). Axel Raúl y Jorge Estuardo se unieron a los 13 estudiantes que estuvieron en el centro clandestino de detención, pero no salieron junto a los demás. Hasta hoy siguen desaparecidos. Los tres eran estudiantes de la Escuela Normal.
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Margarita García, madre de Axel Raúl Lemus García “lloraba amargamente en la puerta del salón social de la policía, porque su hijo, capturado el 3 del corriente, no aparecía en la lista…” (Prensa Libre, 6 de junio de 1982). “Lo he buscado en todos los centros de detenciones, pero me lo han negado. Hasta fui a hablar a la Guardia de Honor, donde me dijeron que viniera hoy (ayer) aquí porque lo podía encontrar”.
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En un cable de la Embajada de Estados Unidos en Guatemala dirigido al Departamento de Estado, de junio de 1982, se lee, como comentario: “Mientras tanto, la embajada se pregunta por qué el Gobierno de Guatemala no arrestó a los estudiantes en lugar de secuestrarlos (abduct, es la palabra empleada)”.
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La historia de “Los niños que regresaron de un paseo por el infierno” permite tener una perspectiva desde abajo y hasta el fondo de la burocracia de terror que dirigió el general Efraín Ríos Montt.
El caso permite analizar la interacción entre las dinámicas operativas conducidas por agentes especialmente entrenados, seres sin alma; las operaciones de propaganda, donde aparecían otros personajes, civiles, en traje y corbata, cómplices, por igual, en la aplicación del terror; y los diferentes escalones en la cadena de mando y control.
El caso ilustra el funcionamiento del circuito de los centros clandestinos de detención del régimen militar. De la articulación entre la sede del DIT y las de otros cuerpos policiales que, para esta operación, fueron empleados como cárceles clandestinas, y la casa donde los estudiantes pasaron el resto de sus días. También, por las noches, mientras estuvieron en la sede del DIT, varios de los capturados fueron llevados para interrogatorio a la Brigada Militar Guardia de Honor.
El caso adentra en la división del trabajo entre los operadores del terror, esos señores que en aquel tiempo fueron los dueños de la vida y de la muerte: los equipos de vigilancia; los agentes que se especializaban en ejecutar los operativos de captura, donde policías y tropas del Ejército hacían parte de diferentes anillos de seguridad; los que transportan a los detenidos; los golpeadores y los expertos en interrogatorio; los que ayudaban con cuestiones logísticas; y los médicos.
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Marvyn Pérez se graduó de médico y cirujano por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México). Luego, obtuvo su especialización en medicina oriental en la Yo San University, de Los Ángeles (Estados Unidos). Actualmente, hace parte del equipo de profesores de esa universidad y tiene una clínica donde ejerce su profesión.
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La madre de Marvyn, doña Marcela Dionicio, falleció el 29 de abril de 1983; su padre, don José Domingo, ya jubilado, sigue disfrutando de la jardinería. Marvyn cuenta que, cuando le visita, le gusta remover la tierra, podar las plantas, y sembrar algo nuevo en el pequeño jardín.
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El 21 de diciembre de 2012, Marvyn presentó su caso ante el Ministerio Público. Desde entonces se encuentra en investigación. Hoy, 35 años después, “Los niños que regresaron de un paseo por el infierno” exigen justicia. La memoria es una marea, silenciosa, persistente, imparable.
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