La década de 1980 nos enfrentó a un recrudecimiento de los conflictos armados internos, con los consecuentes genocidio y represión en zonas rurales indígenas de Guatemala y las masacres en El Salvador. A ello se sumó una agudización de la crisis económica generalizada y una escasísima inversión social. Como consecuencia, Estados Unidos y México fueron receptores de refugiados, solicitantes de asilo y migrantes económicos.
Para los años 1990, los programas neoliberales de ajuste estructural, la privatización de empresas estatales y los recortes a la inversión social proporcionaron muy pocas oportunidades a la población centroamericana. Como resultado, mientras en Honduras (el más joven de la región) comienza el flujo internacional hacia Estados Unidos, en Guatemala se duplica el volumen de migrantes internacionales solo entre los años 1999 y 2001 de aproximadamente 600,000 a 1,200,000 personas.
El inicio del siglo XXI en Guatemala vino marcado por unos acuerdos de paz (1996) que no se cumplieron a cabalidad. Ello se sumó a las deficiencias estructurales que hemos venido arrastrando desde hace décadas. Por consiguiente, el Estado no ha sido capaz de generar suficientes oportunidades para la mayoría de la población. En el resto de los países la situación siguió el mismo patrón, con el agravante de la violencia por pandillas y crimen organizado. Así, no sorprende que la población hondureña migrante haya aumentado 154 % entre 1990 y 2000.
Cabe destacar que, para 2000, la población migrante salvadoreña y guatemalteca se encontraba asentada en Estados Unidos, con lo cual se crearon comunidades transnacionales estables, cuyas redes migratorias facilitaban la migración de nuevas personas. Dichas redes, construidas durante décadas, constituyen un factor a tomar en cuenta en la comprensión del fenómeno migratorio, pues también crean y sostienen en el imaginario migrante una percepción de Estados Unidos como un lugar de oportunidades y posibilidades de progreso económico y movilidad social.
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La primera década del siglo XXI mostró una migración internacional diversa y complejizada en cuanto al perfil del migrante, que incluyó más mujeres o unidades familiares, así como una diversificación de las rutas y las formas de desplazamiento. Y, sobre todo, se multiplicaron las causas para la migración. Dicha multicausalidad interrelaciona factores como conflictos por el territorio, escasas oportunidades de trabajo y de ingresos estables, efectos del cambio climático y desastres naturales, violencia por narcotráfico, crimen organizado y racismo estructural, entre otros.
Todo lo anterior se ha agudizado en los últimos años con la administración Trump y se enfrenta con políticas migratorias cada vez más restrictivas de parte de Estados Unidos y México, la criminalización de la persona migrante, violaciones de los derechos humanos de las personas en tránsito, incremento de las deportaciones y acuerdos transnacionales poco transparentes. Mientras tanto, la región norte de Centroamérica sigue presentando indicadores alarmantes.
Por ejemplo, es la región con más altos índices de homicidios, extorsiones e inseguridad; su población tiene una escolaridad promedio de 6 años en los tres países (apenas educación primaria); la pobreza supera el 50 % en Honduras y Guatemala y el 33 % en El Salvador, y el salario mínimo es de $7.47 en El Salvador, $11.92 en Guatemala y $12.01 en Honduras. Ello aumenta la vulnerabilidad de las poblaciones frente a los desastres naturales, como la reciente explosión del volcán de Fuego en 2018 en Guatemala, o a la combinación de sequías e inundaciones por lluvias como efectos del cambio climático en los tres países.
Lo anterior implica que los Gobiernos deberán tomar en cuenta esa multiplicidad de factores y elementos históricos si quieren generar políticas migratorias que realmente tengan un impacto tanto para garantizar el derecho a migrar de formas seguras como a no migrar a partir de un verdadero desarrollo integral.
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