Podríamos enfrentar una crisis devastadora, pero no es el único desenlace posible. El ritmo de esta época ya lo marcó la propia emergencia sanitaria: cuando el panorama es ominoso, hay que actuar rápida y contundentemente para salvarnos desempolvando conceptos antiguos y adaptándolos a los tiempos que corren.
En lo económico y social, el escenario base es funesto. Es probable que de aquí a dos meses una cascada de impagos ponga al límite la resistencia del sistema financiero. Cerrarán empresas, se perderán puestos de trabajo y una marea de desconfianza socavará permanentemente el ciclo ahorro-inversión, minando las posibilidades de una recuperación rápida. Eso, si no actuamos.
Mediante una estricta cuarentena, estamos impidiendo que la pandemia alcance la mortalidad de la que era capaz. Tocó desempolvar una receta vieja, mencionada ya en la Biblia:
«Y si en la piel de su cuerpo hubiere mancha blanca […] entonces el sacerdote encerrará al llagado por siete días» (Levítico 13, 4-5).
De igual forma, las Escrituras también pueden inspirar nuestra respuesta a la debacle económica:
«Cuando haya en medio de ti menesteroso de alguno de tus hermanos en alguna de tus ciudades, en la tierra que Jehová tu Dios te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu mano liberalmente y, en efecto, le prestarás lo que necesite» (Deuteronomio 15, 7-8).
Tres conceptos serán clave para responder con efectividad a lo que se viene: solidaridad, aseguramiento colectivo y resarcimiento de daños.
El Gobierno es garante del espacio público de la sociedad, que es el bien público por excelencia. No es concebible que individuo o empresa alguna lo suplante en esta función. Mantener abierto ese espacio es responsabilidad de todos, pero no en lo individual, sino colectiva e institucionalmente. Por tanto, si bien cada uno de nosotros habremos de asumir los cambios de largo aliento que se desprendan de esta crisis, el cierre total del espacio social durante casi dos meses es algo que debemos asumir colectivamente.
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Con este fin en mente, la propuesta es simple: garantizar hoy la liquidez de todos los negocios con una línea de crédito extraordinaria en términos muy blandos y, una vez pasada la emergencia, reconstruir retrospectivamente los pagos que habrían tenido lugar en tiempos normales.
Esto último podrá parecer complejo, pero la estimación de escenarios contrafactuales es moneda común en el campo de las reclamaciones de daños y se vale de herramientas cada vez más precisas. En este caso, dada la envergadura del problema, el Gobierno habrá de estandarizar los criterios. A partir de sistemas de clasificación industrial —como NAICS—, deberá priorizarse el resarcimiento a tres sectores especialmente golpeados:
- Los que suspendieron operaciones por causa de las cuarentenas.
- Los que dependen verticalmente de industrias que suspendieron operaciones.
- Los que, sin haber suspendido operaciones, sufrieron importantes caídas de demanda.
El resarcimiento deberá ser extensible a todos los negocios en esos sectores con independencia de su tamaño. Se indemnizará la cantidad menor entre:
- Dos terceras partes del valor agregado perdido [1] durante la cuarentena.
- La misma proporción del valor agregado perdido en 2020.
El pago podrá condicionarse al mantenimiento de la plantilla durante el período de suspensión de operaciones y en los meses posteriores. Podrá ser financiado con un impuesto extraordinario sobre la renta aplicable a todos los demás sectores en 2020 y 2021, y lo recaudado deberá amortizar directamente la deuda pública y privada contratada en el marco de las operaciones extraordinarias de financiamiento.
Esta fórmula consigue minimizar el daño permanente a la economía, evitar el descalabro financiero y mantener los incentivos económicos a la producción tanto en el período de disrupción como en el futuro. Es eficaz, pero no especialmente novedosa: los primeros trazos del aseguramiento colectivo y el resarcimiento de daños los recogía ya el Antiguo Testamento.
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[1] Los márgenes perdidos podrán deducirse de la rentabilidad histórica del sector ajustando por otros factores relevantes, como el historial y el tamaño de la empresa en cuestión.
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