Recientemente ha habido muchos terremotos políticos en América Latina y los mercados ni se han enterado. Lo último fue lo ocurrido la semana pasada en Perú, donde el presidente Martín Vizcarra y el Congreso fujimorista se disolvieron mutuamente. Es una crisis constitucional de primer orden, pero pasó casi desapercibida en la cotización del sol y en la Bolsa de Lima.
En Guatemala recuerda mucho a las protestas de 2015 o, más aún, a la crisis suscitada por el acuerdo migratorio entre Morales y Trump: el futuro del país balanceándose sobre el filo de un cuchillo y el quetzal volando apacible —si bien por debajo del cóndor y del águila real—. La pregunta es obligada: ¿por qué la pasividad del mercado? La respuesta: está todo bajo control. El New York Times advertía que la crisis peruana no afectaría a las bolsas porque ninguna de las partes contemplaba meterse con la economía. El sector minero es especialmente ajeno al huracán político.
¿De qué va la disputa entonces? Vizcarra afirma que el Congreso opositor le impide al Perú crecer «a la altura de sus posibilidades». Vende lo suyo como una acometida anticorrupción, encaminada a erradicar el padrinazgo y el clientelismo de los partidos tradicionales. Va agarrando forma todo: padrinazgo, clientelismo, partidos políticos. Palabras que lucen bien juntas, como un tiradito con un pisco chilcano.
Pero, mientras es bien sabido que las organizaciones políticas propician relaciones de favoritismo con los suyos, la pregunta es, en todo caso, si cumplen o no como instituciones, si los proyectos económicamente deficitarios con los que agradan a sus bases sirven para lubricar verdaderos conflictos y si las burocracias donde colocan a sus cuadros propician espacios reales de mediación y consenso.
En Perú, uno pensaría que cumplen. El país crece y reduce la pobreza más rápido que cualquier otro de la región. Hay consenso amplio respecto del modelo de desarrollo. Resultan, entonces, incomprensibles las promesas de prosperidad nacional con las que Vizcarra acompaña su maniobra. Lo que el Perú ganará deshaciéndose de sus políticos parece ser, en términos del desarrollo del país, unos centavos.
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Preocupa, en cambio, lo que puede perderse si las cosas salen mal. El acuerdo peruano sobre las industrias extractivas ha sido imposible de replicar en otros países de la región. En Guatemala, por ejemplo, los proyectos mineros son rechazados una y otra vez por márgenes abultados. Hay que tomarse en serio la advertencia con la que el New York Times matiza el final de su artículo: la crisis peruana es inocua en el corto plazo, pero aumenta el riesgo de que una opción extremista se imponga en las siguientes elecciones.
Poniendo la carreta por delante de los bueyes, los capitales internacionales son indiferentes y apuntalan así la movida de Vizcarra. ¿Advertimos un caso clínico de miopía? Es posible, pero también lo es que los inversores guarden un as bajo la manga y obren con gran cinismo.
Entretanto, el ciclo noticioso me devuelve a España y a su repetición electoral. Las cosas también empiezan a calentarse de este lado del Atlántico, y pronto la campaña estará en plena marcha. El presidente del Gobierno y el líder de la oposición discutirán frente a las cámaras, muy erguidos ambos, pese a que su currículum evidencia que la política en España no sale nada barata. Sánchez y Casado alcanzaron el cénit de la política con apenas experiencia fuera de lo partidario, ignorando vilmente el consejo de Ana Botella, quien decía que «con 18 o 19 años la gente tiene que estar formándose o trabajando, y no en un partido».
Pero la política europea transcurre en un universo distinto. Las discusiones irán de partidas de miles de millones, de reformar desde los cimientos hasta sectores enteros de la economía, de proscribir otros, de fundar nuevas repúblicas. No deja de ser muy irónico que ahí donde la política más evidentemente fracasa en reducir los conflictos y en dar certezas a la población sea donde más poder y recursos acapare [1].
El rompecabezas lo resuelve una pieza de la que hicieron poco eco los diarios: Sánchez, presidente en funciones y candidato socialista, se ha reunido a puerta cerrada con los mandamases del capital global para calmarles las ansias del brexit y desdecirse de toda su retórica electoral. Es todo muy cínico.
Caigo finalmente en la cuenta de que la diferencia no la marcan los políticos, sino sus votantes. En la medida en que los electores europeos pueden realmente hacer mucho daño, así resultan valiosos los políticos que los regentean, penosos performances incluidos. A la clase política latinoamericana, en cambio, se la puede botar toda. Como la goma de mascar, no cuesta más que unos cuantos centavos.
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[1] Un informe del Oxford Internet Institute da cuenta de que en España son los partidos políticos los que más frecuentemente recurren a la manipulación en redes sociales y de que lo hacen principalmente para atacar a la oposición y sembrar discordia.
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