Los procesos más complejos inician después del nacimiento, hasta que la cognición de alto nivel (fuerza de voluntad, autocontrol emocional, toma de decisiones) comienza a florecer y continuarán afinándose a lo largo de la adolescencia y en la primera década de la edad adulta.
En la década de los años 90, un grupo de científicos realizó estudios sobre las dificultades en el desarrollo neurológico que «los bebés del crack» podrían presentar. Cuestionaban el peligro al que las madres sometían al feto al exponerse al consumo de cocaína. Pat Levitt, neurocientífico del desarrollo en el Children's Hospital Los Ángeles, estudió por más de dos décadas la reacción de cerebros de madres conejas a las que se les administró droga.
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Años después, siendo director científico del Consejo Científico Nacional sobre el Niño en Desarrollo, Levitt desarrolló sus estudios sobre las consecuencias en la formación del cerebro bajo el efecto de un tipo distinto de toxina: la pobreza. Las condiciones multidimensionales que acompañan a la pobreza (hacinamiento, ruido, viviendas precarias, separación de los padres, exposición a la violencia, confusión familiar y otras formas de estrés extremo) pueden ser tan tóxicos para el cerebro en desarrollo, como el abuso de alcohol y las drogas.
De acuerdo al estudio, la exposición a estas condiciones provoca que el cuerpo libere hormonas como el cortisol. Su liberación breve pero constante ayuda a las personas a manejar situaciones difíciles, pero la exposición a altos niveles de estrés por períodos prolongados de tiempo, puede traer consecuencias desastrosas. Estas hormonas pueden atravesar desde la placenta hasta el feto, lo que podría alterar las conexiones del cerebro en formación. Si durante el crecimiento el niño continúa expuesto, su propio estrés continuará el sabotaje de su desarrollo, afectando así su fuerza de voluntad, autocontrol emocional, toma de decisiones, etc.
En 2015, en la revista Nature Neuroscience, un grupo de investigadores de nueve hospitales y universidades publicó un importante estudio de más de mil niños. Realizaron resonancias magnéticas de sus cerebros, tomaron muestras de ADN, realizaron estudios socioeconómicos y del nivel educativo de sus familias, y les aplicaron una serie de pruebas para evaluar habilidades como la lectura y la memoria.
Los estudios en las muestras de ADN permitieron descartar la influencia de la herencia genética en los resultados y también permitieron observar más de cerca cómo el estado socioeconómico afecta un cerebro en crecimiento. «Como era de esperar, las familias más educadas produjeron niños con mayor superficie cerebral y un hipocampo más voluminoso. Pero los ingresos tenían su propio efecto distintivo: vivir en el nivel más bajo dejaba a los niños con hasta un seis por ciento menos de superficie cerebral que los niños de familias de altos ingresos. En el extremo más bajo del espectro de ingresos, pequeños aumentos en los ingresos familiares podrían significar mayores diferencias en el cerebro».
Sin embargo, un hallazgo del mismo estudio reveló que en los niveles de ingreso medio y alto, la curva de diferencia cerebro-dinero se aplanó. Esto implica que la riqueza no necesariamente puede comprar un mejor cerebro, pero la privación múltiple si puede resultar en un cerebro debilitado.
La ciencia vino a cambiar la historia y a evaluar la responsabilidad moral del Estado y la sociedad en la relación de crianza de los hijos versus pobreza. Según la ciencia, la pobreza perpetúa la pobreza, generación tras generación, al actuar sobre el cerebro.
Bajo esta premisa se hace más difícil culpar a los niños problemáticos de los padres problemáticos y nuestra mirada comienza a dirigirse hacia crear políticas públicas que generen medidas como mejores condiciones laborales, mejor atención prenatal y pediátrica y una educación accesible que permitan romper el ciclo.
«Se necesita un pueblo para criar a un niño[1]».
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