Entre estas se proponen modificaciones a las leyes de partidos políticos y del sistema electoral que permitan solucionar muchos problemas de representatividad que expone la actual democracia guatemalteca y que impiden –más allá del conflicto y la respuesta coyuntural del Estado al mismo– una capacidad de conducción política.
Planteamientos como el voto uninominal, mayores requisitos para la conformación de partidos políticos, fortalecimiento del Tribunal Supremo Electoral, límites al transfuguismo y al número de diputados en Congreso hacen parte de la moda actual. Sin embargo, el análisis de los mismos parece un poco superfluo si no se vincula el concepto de representatividad al de servicio público y especialmente, si estos no se conciben en situaciones como las que acaecen en el espacio de lo local.
El problema consiste en que el desequilibrio entre las expectativas y demandas sociales y la atención y satisfacción que brinda el sistema político también se origina en el nivel municipal. En nuestra democracia, el ciudadano en su espacio más próximo al Estado no encuentra canal de interacción, y fuera del día de la elección –en el que muchas veces decide votar por el menos malo- se topa con una relación ajena que perpetúa relaciones de dependencia y que privilegia el tráfico de influencias. Paradójicamente, la relación de poder se invierte, ya no va en la vía del ciudadano al funcionario electo, sino más bien del funcionario electo al ciudadano. Este fenómeno se reproduce en el sistema en la medida que los políticos avanzan desde las instancias locales hasta las nacionales.
El problema no radica en el establecimiento de competencias –por el contrario, las municipalidades tienen un completo repertorio de estas que no pueden ser ejercidas– sino en la forma como se hace la política. Y en este punto tanto la triada de leyes de descentralización –que ya cumple 10 años–, como las políticas de descentralización no han logrado algún avance significativo. Hay que decir que el modelo de descentralización actual es ambiguo y perjudica el carácter democrático y transparente que debiese predicarse del gobierno municipal. Por una parte, responsabiliza y condiciona el devenir de los gobiernos subnacionales a las negociones y prebendas que otorgue el gobierno central –sin importar que para ello haya que monopolizar instancias de carácter participativo como los Consejos de Desarrollo o burlar los procesos de planificación territorial– y por otra, permite a los gobiernos subnacionales escudar su autoritarismo –tal como ocurre por ejemplo con la Capital o la municipalidad de Antigua– bajo la utilización equivocada de conceptos como autonomía local, competencias propias o descentralización.
Pero más allá de los modelos, la cuestión trascendental es ¿cómo lograr en el nivel de gobierno más próximo al ciudadano, responsabilizar o condicionar a los elegidos por sus comportamientos o por las decisiones de beneficio público que tomen? ¿Cómo hacer para que los alcaldes y los concejales electos se comprometan con principios como la inclusión y la trasparencia en su gestión? pues solo así se logrará desarrollar ese vínculo con el Estado que va desde lo local a lo nacional y que crea identidad, participación, solidaridad y responsabilidad en relación con un futuro común.
La respuesta probablemente nos la dan los padres de la democracia, los griegos decían que la Polis eran los hombres. Ser servidor público significa entregarse de lleno al Estado, tal como lo hacen los militares al dar su vida para defenderlo del agresor externo; significa dejar de ocuparse de los asuntos propios para ocuparse de los asuntos públicos; significa ejercer una función como un sistema de relaciones humanas que procura involucrar activamente a los ciudadanos en ella. Para nada valdrán los cambios y reformas que se realicen al Estado si estos no se enfocan a modificar la concepción del servicio vinculada al modo de hacer política.
Hace pocos días revisé el discurso de posesión del Presidente Pérez Molina y encontré el siguiente párrafo: “El concepto de respeto a la autoridad, la justicia y el imperio de la ley han sido sustituidos por una cultura de corrupción e impunidad. Una corrupción que se ha sistematizado, que se ha generalizado y por eso es gran deber de nosotros rescatar el rol fundamental de la familia como pie angular de la sociedad para crear mejores hombres y mujeres, comprometidos con el desarrollo de la nación tal y como lo expresa la Constitución Política de la República; hoy más que nunca necesitamos de la restitución de nuestros valores morales como la honradez, el respeto, el reconocimiento positivo de nuestra diversidad, la plena inclusión de nuestros pueblos indígenas, el trabajo arduo y la libertad” ¿Serán estos los lineamientos que guiarán las reformas que presentará el Ejecutivo?
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