Y aunque en ocasiones se nos olvide o la certeza sea menos dolorosa o más difusa, el devenir diario de burdos acontecimientos, grises perspectivas y cacofónicos discursos se encarga de recordárnoslo.
Si con esto no fuese suficiente, está la catastrófica coyuntura socioeconómica internacional que nos circunda y manipula, que no es sino el fruto amargo de una satrapía aún mayor, más cruel y despiadada si cabe a la que, lógicamente, en este país ni somos ajenos ni inocentes.
Vapuleados por la reciente puesta en marcha de la nueva reforma laboral ultraliberal, estos días la comidilla es el recién revelado déficit que, heredado o no de gobiernos anteriores, por mandato de Bruselas nos obligará a ahorrar a los españoles en el año presente la friolera de cerca de 45 mil millones de euros. Y ya se sabe que en materia de recortes, a este lado del océano llueve sobre mojado.
Al margen de la duda razonable de si se podrá llevar a cabo tan radical ajuste presupuestario, aunque muy probablemente no haya opción a no hacerlo, a muchos nos atormenta pensar que el único motivo de que estemos sufriendo tal escarnio económico es el hecho incontestable, acreditado por las cifras, de que al menos durante los últimos diez años hemos vivido muy por encima de nuestras posibilidades tanto en el plano individual como en el macroeconómico. Lo que nos lleva a chocarnos de frente con la constatación palpable de la tesis inicial de este artículo.
Esto no significa que no haya ciudadanos responsables, trabajadores y honrados, ni que no existan en alguna parte políticos formados, excelsos y bienintencionados. Pero, tristemente, ni una ni otra cosa parece ser, al menos, generalizada. De otra forma, no nos encontraríamos inmersos en este lodazal. Y no tendríamos que aguantar que uno de los candidatos a enfrentarse en las elecciones estadounidenses a Obama, diga que si llega a presidente, trabajará para no acabar siendo como España.
Es justamente eso, todo lo que no figura en documento oficial o normativo alguno, todo lo que a duras penas se puede computar, condicionar o domar, la quijotesca y bien conocida, singular y en muchos aspectos destructiva idiosincrasia española la que hace que, por ejemplo, la reforma laboral constituya un instrumento voluntarioso (aunque muy discutible) contra el enorme desempleo, pero absolutamente insuficiente a la hora de modificar el statu quo de este país. Y quien piense lo contrario, o miente o se engaña.
Por ejemplo, la productividad, uno de los principales factores en el ámbito laboral, se sitúa en las grandes empresas españolas a la altura de la de las grandes potencias económicas. Pero el tejido industrial de España está principalmente compuesto por pequeñas y medianas compañías. Y es ahí donde la eficiencia en el trabajo se desploma hasta límites realmente vergonzosos. Y por más que se abarate y se facilite el despido, que es uno de los principales ejes de la reforma, esto no va a cambiar de la noche a la mañana, ni, probablemente, en muchos inviernos.
Pero no todo el monte son malas hierbas. Y aún queda rebeldía en el fondo de la caja de Pandora. Porque desde hace unos días, la ciudadanía en general y los estudiantes en particular se vienen manifestando pacíficamente con gran ímpetu contra los recortes y la reforma en muchas ciudades españolas. Y la huelga general impulsada por los dos grandes sindicatos parece inevitable e inminente. Mientras tanto, la derecha se indigna ante tan díscola muestra de disconformidad con la situación actual.
Así es este Estado-nación: una incierta mezcla pulposa con regusto arenoso obtenida a través de la mezcla en variables proporciones de mediocridad, rebeldía y conservadurismo, en eterna huída hacia delante.
Más de este autor