El concepto de frontera es entendido desde diversas disciplinas como un área porosa, borrosa, vacía incluso, pero sobre todo como un espacio que no pertenece a ningún lugar y que es, en efecto, «tierra de nadie» (Fábregas en Turner, 2005). Si bien desde el punto de vista institucional no existe una descentralización de la administración pública que vele por el bienestar de las personas que allí habitan, sí predomina un Estado gendarme que evita a toda costa la movilización de personas —pero no de mercancías, claro está—. Este artículo pretende dejar a un lado el concepto político-administrativo de la frontera, de modo que puedan comprenderse, desde una perspectiva más humana, las relaciones e interacciones sociales y comerciales que se desarrollan en el lugar y hacer énfasis en la diversidad de subjetividades que hacen de la frontera una unidad de análisis sumamente compleja.
Durante dos meses tuve la oportunidad de viajar constantemente a Tapachula, y mi percepción general de las personas fue que todas se conocen y reconocen a sí mismas como ciudadanos comunes, como vecinos y miembros regionales. Llegué a conocer a los cambistas, a los balseros, a los agentes de migración, a los niños y jóvenes que se amontonaban con uno para brindarle algún servicio, desde cargar las maletas hacia la aduana de migración hasta pasarlo por el río. Pero lo más interesante fue conocer el concepto que ellos tienen de la frontera, de sus trabajos, de su propia identidad.
La frontera es un límite flexible en el sentido físico, psíquico, social, cultural, político y legal. «La significación de la frontera se desarrolla como un constructo social no solo determinado por lo que ocurre dentro de ella y [por] los roles de sus miembros, sino también por cómo se relacionan sus actividades con el centro» (Vergara, 1996). La frontera sur funciona como un microcosmos muy volátil. Por un lado, es un engranaje sistémico de normas, estructuras y organizaciones que no solo regulan el movimiento humano y de mercancías, sino también la vida de la gente. En otras ocasiones es más similar a un proceso subterráneo que escapa de los mecanismos del Estado. Autores como Hernández y Sandoval (1989) se refirieron al fenómeno como «el redimensionamiento de la frontera sur de México».
Eventualmente se han ido adoptando políticas restrictivas, basadas en principios de soberanía y de seguridad nacional, orientadas a la contención de la migración, y no a su prevención. Dichas transformaciones responden al desarrollo del modelo económico mundial actual, un capitalismo neoliberal donde hay libertad de tránsito de mercancías, pero no de personas. Las medidas de control fronterizo no reparan en la crisis de violencia y de vulnerabilidad que se vive en los países de origen. A esto se le ha impuesto un concepto contemporáneo occidentalizado. La llamada política de securitización opera bajo una lógica de terror que tacha a cualquier extranjero de enemigo o de amenaza a la estabilidad interna. Incluso se ha llegado al extremo de identificar a los migrantes como aliens. En los últimos años, la frontera sur ha dado prioridad a la seguridad. Tanto las medidas adoptadas como la ausencia de ellas, sumadas a la guerra contra el narcotráfico, han facilitado el despliegue de violencia en territorios alejados de las zonas urbanas centrales de México. De ahí surge el paradigma de que la frontera norte se ha movido al sur. Hoy México supera a Estados Unidos en la cifra de deportaciones. Según la Dirección General de Migración, de enero a septiembre de 2015 se reportó un total de 118 000 deportaciones hacia el Triángulo Norte, comparadas con las 55 744 personas que retornaron desde Estados Unidos. Esto da mucho que pensar respecto a la seguridad nacional de México y sobre si realmente responde a una agenda empujada por la política estadounidense.
Según Osorio Ruiz (2014), «hay que ver la crisis migratoria como un problema biopolítico impulsado por la economía global y [como] una genealogía de guerra donde el cuerpo, la vida y la muerte son las categorías de estudio». De esto se deriva el cuestionamiento sobre quién posee soberanía en la actualidad. El cuerpo humano, por ejemplo, también es objeto de soberanía. La administración de la vida de los migrantes se les escapa a los Estados mexicano y guatemalteco debido a la incapacidad de estos de reconocerlos como tales. Y es que los sistemas de reconocimiento, así como las normas sociales, se rigen materialmente según la propiedad, los medios de producción y la dinámica económica. Este punto se puede abordar también desde la fisonomía del poder, es decir, existen elementos que estandarizan las características de quienes pueden entrar a un Estado y quienes no. Son políticas de reconocimiento y de negación no jurídicas, sino sociales y económicas. De este modo, el Estado, al distribuir visas y pasaportes, distribuye derechos, autonomía y riesgos, lo que reproduce las estructuras de desigualdad. Por lo tanto, la migración también es una forma de mantener el statu quo dentro de un sistema internacional. Es un ejercicio de dominio, peso y alcance de poder para mantener una hegemonía.
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A partir de estas circunstancias se han generado íconos que de igual manera condicionan las concepciones de los migrantes, de cómo ven ellos el mundo y de cómo los vemos nosotros a ellos. El concepto migrante es externo, casi ajeno a su subjetividad e individualismo. Hay una línea muy fina entre las preguntas quiénes son y qué hacen. Las personas que habitan a un paso fronterizo se identifican a sí mismas con su trabajo. Cuando van en busca del sueño americano, no van en busca de lo que Estados Unidos representa en su historia, geografía o nacionalismo, sino en un sentido de dignidad otorgada por el trabajo. Entendemos entonces que el desempleo en los países de expulsión también genera una crisis identitaria. Cabe resaltar que en Ciudad Hidalgo la mayoría de los balseros y de los camareros son guatemaltecos. Incluso, entre ellos creen que por eso los chapines son más trabajadores. Así como esto podría ser un mito, tampoco es cierto que todos crucen con el ánimo de migrar. Conocí a una señora que iba a atravesar el río porque quería cambiar un pantalón que había comprado en Tecún Umán, San Marcos. Paralelamente se han articulado códigos de conducta y moral sobre las actividades económicas. Con esto me refiero a la identificación de los productos que se pueden comerciar. Tácitamente, las autoridades mexicanas definieron qué es lícito y qué no. Sin embargo, entre los balseros abundan las crónicas, sobre todo de lo que ha pasado por el río Suchiate. La explicación que ellos dan es que las instituciones de ambos países se hacen de la vista gorda para no actuar.
Autores como Vergara (1996) consideran que quienes habitan la frontera conforman una personalidad plural, un espacio en el que «convergen subjetividades múltiples que se interceptan». Él mismo cita lo que Aníbal Ford llama «una cultura en tránsito, pensada en sus propias formas de construcción de sentido, en su movilidad y procesamiento de lo heterogéneo». En cierto sentido, la identidad nace de la toma de conciencia de la diferencia. Los balseros conviven en una misma área fronteriza. Todos tienen el mismo trabajo. Y aunque hay rivalidades, todos se guían bajo la misma normativa de no robar el cliente. De igual manera, sus relaciones van más allá del tejido que conforma el pertenecer a un diferente patrón, pues al final del día todos deben rendir cuentas a un agente superior. La frontera no es un espacio unidireccional de comportamiento y negociación. Se mueve en ambas vías, dentro de un dinamismo de acción mutua, resistencia y complemento. «La frontera, más que lugar de separación, es sitio de encuentro: los mundos que distingue constatan allí su existencia y verifican en sus intercambios la necesidad de ser» (Vergara, 1996).
A pesar de estas cuestiones, no existe estabilidad laboral ni ciudadana. Los migrantes, incluso las personas originarias, no viven libremente ni pueden exigir todos sus derechos o acceder a todos los servicios. Nos damos cuenta, entonces, de que la situación de quienes migran y quienes viven en zonas fronterizas es casi la misma: carecen de oportunidades de trabajo y de recursos que les permitan vivir dignamente con acceso a alimentación, salud y educación. Este panorama demuestra el abandono del Estado y de la sociedad, la imposibilidad de justicia y la desprotección a su seguridad física. Esa incertidumbre y ese temor fundado a la deportación, así como la violencia por parte del crimen organizado, también son una estrategia de contención de la migración. El nivel de autonomía define qué tan violenta o no es la territorialización de la persona cuando ingresa al país de tránsito o destino y determina las relaciones con quienes ya habitan en el lugar.
Es evidente que impera una paradoja entre la voluntad subjetiva de las personas y la coerción sistémica de los Estados, así como de sus condiciones estructurales. Aunque la movilización dentro de las clases sociales es rígida, paralelamente está funcionando un reordenamiento social que está modificando las relaciones productivas, políticas, sociales y culturales entre los ciudadanos de cada país. Dentro de la lógica del capital, la fuerza de trabajo preferida siempre será aquella que sea eficiente y de bajo costo. Por lo tanto, las actividades económicas y comerciales subterráneas seguirán siendo un pilar de las zonas fronterizas. Por otro lado, la ausencia del Estado y las políticas de omisión aumentan la incapacidad de atender las necesidades de las personas que habitan estos espacios y de los migrantes en general. Se deben generar soluciones que permitan el fortalecimiento de la identidad y la convivencia, no al contrario. Asimismo, hay que resaltar el análisis discursivo, pues la frontera sur no es algo exótico. Existe una sensibilización profunda cuando a la persona se le pone un nombre y un rostro, cuando deja de ser un número más en las estadísticas. Debemos romper con los imaginarios y constructos sociales que limitan nuestras dimensiones y concepciones del mundo. El análisis requiere aproximaciones distintas, así como la urgencia de plantear nuevos conceptos. Y es que una figura deriva de la otra, del momento histórico, de las condiciones geográficas y políticas coyunturales, etc. Mientras no estemos convencidos de que la migración es un acto de reafirmación de la vida, de resistencia y de emancipación del cuerpo, no podremos generar conocimiento que rompa con la complicidad de un Estado caduco.
Foto del colectivo Mar Azul.
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