En este caso, se trata del partido conservador inglés, liderado por el primer ministro británico David Cameron, que se ha visto salpicado por un nuevo escándalo a causa del recurrente asunto de la financiación.
Al parecer, el tesorero del partido, Peter Cruddas, invitaba a cenar a la residencia presidencial londinense de Downing Street previo pago de 250,000 libras, a personas potentadas e influyentes de la sociedad británica; a cambio, no solo de apoyar económicamente a la coalición de Cameron, sino con la posibilidad de influir en las decisiones del mandatario y sus principales ministros.
Una vez descubierto el asunto, se ha seguido el guión preestablecido habitual. El tesorero ha dimitido. Y, negando la mayor, Cameron ha manifestado que lo que muestra el video que ha destapado el caso es mentira. El primer ministro también ha asegurado con cínico aplomo que algo así no volverá a repetirse, y ha publicado la lista de todos los financiadores que han acudido a cenar con él en Downing Street. Finalmente, el político conservador ha ordenado una investigación en el seno del partido y todo ha seguido su curso como si casi nada hubiese pasado.
Dentro de un tiempo, cuando se esclarezcan los hechos, algunos chivos expiatorios serán expulsados del partido. Y, quien sabe, puede que algunos años después se descubra un caso similar y alguien publique un artículo como este. O ni siquiera eso, apurada ya la capacidad de indignarse de lectores y periodistas.
En suma, nada nuevo bajo el Sol. O, al menos, nada por lo que las personas adultas e inteligentes podamos escandalizarnos ni echarnos las manos a la cabeza. Los partidos políticos se financian, no siempre a través de métodos demasiado ortodoxos o transparentes. Porque a nadie se le escapan las conexiones que la política tiene con el poder real. Y salvo que ocurra un cataclismo, esto no va a cambiar. Aunque tanto una cosa como la otra constituyen un hecho intolerable que no debiéramos dar por sentado.
Se ha definido de muchas formas el statu quo democrático de occidente. Borges, por ejemplo, dice que la democracia no es más que una superstición. Y hay incluso quien asegura que no pasa de ser un formalismo. Lo único cierto es que, en los tiempos que corren, hay muchos que se encargan de que este régimen, cuya imperfección ha sido históricamente constatada y puesta a prueba, no pase de ser mucho más que una marioneta con grandes y honorables aspiraciones aún no satisfechas, empequeñecida ante su maquiavélico dueño.
A saber: los poderes más o menos ocultos que gobiernan la aldea global, que descuidan cada vez más su camuflaje porque se saben omnipotentes; que sin duda estarán muy satisfechos de observar cómo desde dentro del propio sistema político se torpedea con suma irresponsabilidad no solo la imagen de los gobiernos soberanos, sino su ámbito de decisión y la credibilidad, la autoridad y la integridad de sus miembros, mientras desde la sombra continúan activando sus resortes sin oposición.
Muy probablemente también se congratularán de ver cómo los votantes permanecen inmunes a la corrupción y siguen brindando su apoyo incondicional a obedientes gobiernos cuasitíteres que cuentan con destacados miembros corruptos en sus filas.
Y nuestros dirigentes, conocedores de su práctica invulnerabilidad, exponen vagas o falsas excusas para justificar sus desmanes o desfalcos, y se perpetúan en su pleitesía a vulgares intereses individuales y turbios servilismos.
Pero no temáis. Cada cuatro años hay elecciones.
Que continúe el formalismo.
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