La tiranía del mercado y un Estado que abandonó a los consumidores
La tiranía del mercado y un Estado que abandonó a los consumidores
En Guatemala abundan las prácticas comerciales engañosas. Hay empresas que abusan sin pudor de sus clientes y que los estafan ante la mirada permisiva de un Estado que incumple con su obligación constitucional de proteger a los consumidores. La Diaco obliga a las empresas a tener libros de quejas, pero luego no se ocupa de revisarlos ni siquiera de archivarlos. Los bancos y las telefónicas tienen leyes propias que los vuelven intocables.
Detrás de la pomposa publicidad que ofrece líneas de crédito inmediatas, vacaciones de ensueño, jugosos descuentos, los mejores planes de internet y hasta maravillosos cambios corporales con poco esfuerzo, hay toda una estrategia de negocios diseñada para captar clientes a través del engaño. ¿Quién no ha caído en esas tentaciones? Las víctimas de este mercado son diversas, desde el precavido hasta el incauto, porque aquí nadie está a salvo.
A pesar de que en Guatemala existe una Ley de Protección al Consumidor y Usuario que establece los derechos de los compradores y las sanciones para quienes los quebranten, hay empresas que logran librarse de cualquier regulación: los bancos y las telefónicas están en primera fila.
La Dirección de Atención al Consumidor (Diaco), una entidad bajo la jerarquía del Ministerio de Economía, que debe velar por el cumplimiento de la ley, tiene pocas herramientas para evitar las arbitrariedades. Al Congreso no le interesa fortalecerla y al sistema de justicia apenas se le ven intenciones de apoyar a los afectados.
Mientras en países vecinos como México y El Salvador o hacia el sur del continente como Chile y Colombia, los Estados dan pasos para reforzar la vigilancia a las empresas para que negocien con reglas claras y frenen los abusos a sus clientes, en Guatemala priva la indiferencia.
Como en el juego de la perinola: todos “pierden”
Cuando un cliente rechaza las imposiciones del mercado se enfrenta a un poderoso sistema que siempre gana. Carlos Rabanales, un maestro y director musical, entendió por experiencia propia que los usuarios deben resignarse a que les violen sus derechos. Y eso casi siempre significa, perder dinero. Hace cuatro años le entregó un cheque por Q5 mil a Previsión Automotriz, conocida como Cideautos, una venta de vehículos usados que se ubica en la calzada Roosevelt. Con ese depósito reservó un carro mientras conseguía el crédito de Q40 mil para pagarlo.
La empresa le ofreció hacer los trámites para optar al préstamo con un banco y una afianzadora que ellos promovían, pero que no le convenía porque lo endeudaba por el 150% del valor del automóvil. Cuando le avisaron que el banco lo había rechazado, pero que la afianzadora sí estaba dispuesta a darle el dinero que necesitaba, Rabanales dudó. “Llamé al banco y me dijeron que nunca les habían pasado mi papelería. Ellos querían obligarme a usar la financiera”, recuerda.
Cuando pidió la devolución de su dinero, se lo negaron. Le ofrecieron un vale por Q5 mil adicionales a su depósito, transferible, como un beneficio para aplacar sus exigencias. Pero a Rabanales ya no le interesaba comprar un carro en ese predio. Trató de vender el vale, pero nadie lo quiso. Cuando las opciones se acabaron, decidió buscar ayuda en la Diaco.
Ahí descubrió que había más personas con el mismo problema y que Cideautos insistía en no devolverles su capital. Era un típico caso de “vicios ocultos” de parte del proveedor, de acuerdo con la legislación que protege a los consumidores. Rabanales pensó que podían ganar, pero en la Diaco lo desilusionaron. “El abogado me dijo que aceptara la mitad del dinero, porque si no me iba quedar sin nada”, cuenta. Cuando los clientes y las empresas no llegan a acuerdos, la Diaco puede multar a las infractoras, pero los perjudicados no ven un solo quetzal en sus manos. Todo va destinado a la entidad gubernamental.
En marzo de 2015, casi dos años después, le avisaron que la empresa le reembolsaría Q3 mil. “Aunque no pude recuperarlo todo, fue mejor a quedarme sin nada”, dice un frustrado Rabanales. La empresa no se pronunció, a pesar de que se les pidió su versión por diversas vías.
El salto al libre mercado y la protección a la banca y telefonía
En enero de 1985, el régimen de facto del general Óscar Humberto Mejía Víctores promulgó la Ley de Protección al Consumidor. Su objetivo en aquella época era imponer precios topes a 445 productos y servicios básicos para la población. La lista incluía desde el pollo, el pan en rodaja, la harina, el azúcar y el mosh, hasta las bombillas de luz y las candelas. La medida resultó desastrosa. Bajó la calidad de los productos y mermó la producción, el mercado informal proliferó con precios más elevados y la inflación no se detuvo. Esa fue la última vez que el Estado intentó regular al mercado, describe la publicación Liberación de precios tope en Guatemala, publicada en 2013 por la Asociación de Investigación y Estudios Sociales (Asies).
Con la llegada del primer gobierno democrático, en 1986, se adoptó otra política. Se liberaron los precios y el país se encaminó a su realidad económica actual: un libre mercado, bajo un esquema capitalista moderno. Un sistema en donde el productor y el comprador son los únicos agentes. Y en donde el Estado es solo un observador que debe velar porque las cosas funcionen para los empresarios y para la sociedad. Lo que no se previó hace 31 años es que este sistema permitiría que en muchos casos las empresas se convirtieran en tiranas, en donde el que oferta impone sus condiciones y el que demanda está relegado sin opción a cuestionar.
Aunque el cliente tiene libertad de elegir lo que compra y con quién hace los tratos, en muchas ocasiones adquiere compromisos sin siquiera notarlo porque hay empresas que ocultan información, propagan publicidad engañosa, cambian los términos de los contratos de manera unilateral, incrementan tarifas sin mayor explicación o condicionan los beneficios que ofrecen.
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Algunos emisores de tarjetas de crédito, entre otras empresas, usan ese tipo de artimañas y se aprovechan de una población que carece de educación financiera. Mientras en Colombia la Superintendencia Financiera —el equivalente a la Superintendencia de Bancos (SIB) de Guatemala— cuida que las empresas no renueven contratos de servicios adicionales sin el consentimiento del usuario, que los clientes decidan si los abonos van a capital o a interés y que se puedan cancelar tarjetas de crédito por teléfono, en Guatemala fracasó el intento de poner freno a algunos abusos que cometen los emisores de estos servicios.
El diputado del partido Todos, Ronald Arango, recuerda con desilusión que la Ley de Tarjetas de Crédito, que aprobaron 112 diputados en noviembre de 2015, “solo estuvo vigente 22 días”. Empezó a regir el 8 de marzo de 2016 y para el 30 de ese mismo mes, quedaba suspendida por decisión de la Corte de Constitucionalidad (CC).
Los 15 emisores de tarjetas de crédito que operan en el país presentaron acciones legales bajo el argumento de que las nuevas reglas los perjudicaban: se fijaban topes a las tasas interés, se les obligaba a reestructurar deudas cuando el límite de crédito de una persona alcanzara el 150%. Los extrafinanciamientos y préstamos no podían exceder el doble del salario del solicitante y entre otras cosas, se prohibía la persecución a los deudores: no podían cobrar por teléfono en días y horas inhábiles y molestar a sus contactos o ponerles en vergüenza con rótulos cerca de su vivienda o su trabajo.
En los pocos días que la ley estuvo vigente, los proveedores de tarjetas aplicaron severas imposiciones a los usuarios. Fijaron cuotas de membresía, incrementaron los costos de los seguros, pusieron límites a los beneficios de puntos y advirtieron el final de los pagos por cuotas —las visacuotas—. Además, pronosticaban que la economía nacional se resentiría, que un millón de personas se quedarían sin acceso a créditos y que al bajar las ventas también se reduciría la recaudación. Los magistrados constitucionales aceptaron sus argumentos hace 16 meses y no volvieron a tocar el tema. Todavía falta que den una resolución definitiva.
A pesar del revés, Arango insiste en que el Estado debe frenar los abusos. “En la legislación nacional no hay un solo artículo que defienda a los usuarios de tarjetas de crédito. Aunque yo creo que el cobro exagerado de intereses debería ser considerado como usura, no se puede, porque en la misma Ley de Bancos hay un artículo en donde dice que los grupos financieros tienen libertad de pactar los intereses”.
De acuerdo con la SIB, hasta marzo de 2017 se registraba 1.9 millones de tarjetas emitidas que acumulan Q12 millardos de crédito. Aunque sin pruebas, el diputado cree que buena parte de ese monto se compone de intereses y que detrás de esas cifras hay guatemaltecos ahogados con las deudas. La vocera de la SIB, Corina Ardón, dijo que no tenían esa información.
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El diputado está en lo cierto cuando habla de la indefensión de los usuarios. La Diaco no puede hacer nada con las denuncias contra bancos, porque en el artículo 2 de La Ley de Protección al Consumidor y Usuario, aprobada en 2003, lo impide. Solo puede actuar de forma “supletoria” o como mediadora cuando existen leyes específicas. En este caso está la Ley de Bancos y la SIB es la única entidad que puede vigilar el actuar de las entidades financieras. Pero esta legislación no contempla sanciones para quienes violen los derechos de los consumidores.
La SIB lleva un registro de las quejas de los usuarios en contra de los bancos. En el primer trimestre de este año recibieron 870 inconformidades por registros en el historial crediticio, negación de convenios de pago, desacuerdo con el cobro de intereses o de las condiciones pactadas, problemas con seguros, entre otros asuntos. El 60% de estas quejas fue resuelta (521 expedientes). Las demás no obtuvieron resolución favorable.
La entidad no da acceso a estos expedientes. “Contienen información de terceros y tenemos impedimento legal de divulgarlo, salvo por orden de juez competente”, señaló Ardón.
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Las empresas de telefonía también cometen arbitrariedades en contra de los usuarios, y la Diaco tampoco puede salir en su defensa, porque hay una Ley General de Telecomunicaciones.
“Hay inconformidad en la calidad del servicio de los planes de datos de internet. Los consumidores no tienen certeza de qué tipo de tarifa existe, especialmente cuando hay triple o cuádruple saldo. También hay cobros ocultos en promociones, que implican un descuento diario del saldo y los consumidores no saben”, describe Fernando Trabanino, el Defensor del Consumidor de la oficina del Procurador de los Derechos Humanos (PDH).
A diferencia de la SIB, la Superintendencia de Telecomunicaciones (SIT) no recoge las quejas de los usuarios. A través de su departamento de Relaciones Públicas respondieron que son un “ente eminentemente técnico y no tienen entre sus atribuciones atender las quejas”. Justifican que para eso existe la Diaco. Pero de nuevo la contradicción legal. Como las telecomunicaciones tienen una ley propia, la Ley de Protección al Consumidor no tiene competencia y en conclusión, el usuario está en el abandono total del Estado.
Quizá por esa desatención los clientes se desahogan en las redes sociales de las empresas. Twitter y Facebook se han convertido en un muro de lamentos e insultos. Epítetos como “ladrones”, “ineficientes”, “estafadores”, “para cobrar son buenos” y otros más subidos de tono aparecen en las cuentas de Tigo, Claro y Movistar. Casi todos logran que el encargado de redes de cada empresa les responda con un diálogo prefabricado para calmar los ánimos. Los clientes molestos son mala publicidad, y aunque no les gustan, abundan. La Diaco, que no tiene poder para sancionar a las telefonías, recibe constantes denuncias. En 2016 registró 803 y en los primeros dos meses del año hubo 183.
La Cámara de Comercio y la Gremial de Telecomunicaciones fueron consultadas para este reportaje. La primera no respondió a las interrogantes y la segunda aseguró que las tres empresas (Claro, Tigo y Telefónica) concertarían una postura común para responder. No hubo tal declaración.
A la Diaco le urge una transformación
La Diaco fue creada en 1995. En principio sus funciones eran más básicas: recibir las denuncias por alza de precios y cobros excesivos en servicios básicos y mediar para que las empresas las atendieran. En 2001 el gobierno del Frente Republicano Guatemalteco (FRG), que se caracterizó por tener choques con algunos grupos empresariales tradicionales, quiso convertirla en una Procuraduría. La oposición quería que fuera un ente autónomo dentro de la estructura estatal, pero con participación multisectorial, incluidos los empresarios.
Al final no fue ni lo uno ni lo otro. Dejaron a la Diaco dentro de la estructura del Ministerio de Economía, y fijaron un plazo de cinco años para transformarla en una Procuraduría. El plazo se venció en 2008 y, aunque en el Congreso se han presentado siete iniciativas para dotar de más fuerza a esta entidad, ninguna ha sido aprobada. Durante tres legislaturas y lo que va de la actual, la transformación de la Diaco ha sido desatendida.
A Carlos Martínez, analista independiente, exjefe del área económica del Instituto de Problemas Económicos de la Universidad de San Carlos, no le extraña esta falta de interés de los diputados. “Guatemala es un caso típico en donde el mercado tiene un peso mayor que el que tiene el Estado. Todas las leyes creadas a partir de 1990 están enfiladas para dejarle el camino libre al mercado”, señala. El experto se refiere al Consenso de Washington, una decena de medidas económicas impuestas en 1990 a los países en desarrollo que, entre otras, reduce las funciones del Estado y promueve la liberación económica.
Como ejemplo de la desproporción del Estado y el mercado, Martínez señala lo ocurrido en la legislatura pasada, cuando el Congreso aprobó la Ley de Control de Telecomunicaciones Móviles en Centros de Privación de Libertad y Fortalecimiento de la Infraestructura para la Transmisión de Datos. Conocida como la Ley Tigo, porque solo beneficiaba a esta compañía, era un instrumento para agilizar la instalación de torres de telefonía, sin la autorización de las alcaldías. Aunque esta norma quedó suspendida por irregularidades que cometió el Congreso, Martínez dice que en ella se evidencia el dominio de una empresa para que el sistema la favorezca y, por otro lado, la debilidad de un organismo del Estado que accede o es permisivo con quiénes tienen el poder económico.
Los casos de escamoteo a los consumidores abundan. En los últimos años se ha sabido de farmacias que ofrecían 35% de descuento como fachada para ocultar sobreprecios de hasta el 50%. El engaño de Nutrileche, la mezcla de grasa vegetal y animal, que se disfrazaba como leche pura. El robo de los expendedores de gas que vendían cilindros con menos peso del indicado y que incrementaron dos veces el precio sin autorización del Ministerio de Energía y Minas. Parqueos que facturan tarifas elevadas y no se hacen responsables de los daños a los vehículos; colegios que imponen cobros a los padres de familia y sobre los cuales no emiten factura. Seguros que niegan cobertura, supermercados que ofertan a precios más elevados que los reales, telefónicas que suben el precio de facturación a cambio de nuevos beneficios que nadie solicitó o empresas que cobran una cuota por administración de boletería, aunque estén ubicados frente a las instalaciones del evento. Y más quejas, más engaños, más trampas, sin que nada ni nadie defiende los derechos de los consumidores.
La Diaco es una institución débil que tiene una enorme carga encima. La ley de Protección al Consumidor y Usuario le asignó una variedad de tareas administrativas que van desde la promoción de los derechos y obligaciones de los compradores, monitorear precios y etiquetado, aprobar contratos de adhesión y libros de quejas. Atender quejas y, entre otras cosas, imponer sanciones a quienes infrinjan la ley. Lo que la ley no le dio, fue fuerza suficiente para defender a la población.
En la actualidad tiene 140 empleados: 54 están asignados a las sedes departamentales, tres personas le dan asesoría al consumidor, dos más se ocupan de asesorar a los proveedores, 17 atienden quejas, 21 se ocupan de los operativos de verificación y vigilancia por incrementos de precios, hay 14 abogados y los demás realizan labores administrativas, financieras, informáticas y de relaciones públicas. Su presupuesto es de Q16.2 millones anuales, que equivale al 2% del total asignado al Ministerio de Economía.
Parte de este dinero se usa para el mantenimiento de las oficinas, sistemas informáticos, servicios de limpieza y seguridad, papelería, entre otros. Otra parte se gasta en nimiedades, como los Q54,800 que se usaron el 22 de mayo para comprar ocho mil estuches tipo escolar, con logotipo de la Diaco. Artículos que según anotaron en el portal Guatecompras, serían repartidos en actividades institucionales. O los Q1,683 que costaron los 66 llaveros (a Q25.50 cada uno) para los vehículos de esta entidad.
La Diaco no solo está minimizada dentro de la estructura estatal, sino que además ha sido poco efectiva. De todas las quejas que recibe por teléfono, página de internet y en sus oficinas, un promedio de 7,400 por año desde 2012 hasta febrero de 2017 —no hay datos de los nueve años anteriores— ha resuelto menos del 50%.
La mitad de esos reclamos son en contra de comercios de los que no se conoce ni el nombre. Las autoridades de la Diaco no tienen bases de datos de las denuncias que se anotan en los libros de quejas, ni dan acceso a los expedientes, “para no hacer pública la información de los clientes”. Aunque no lo dicen abiertamente, también lo ocultan para proteger a las empresas. En México, en cambio, es común que la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) publique una “lista negra” con los nombres de las empresas más denunciadas, para advertir a los clientes antes de caer en cualquier trampa.
Byron Sagastume, quien dirige esta entidad desde noviembre de 2016, dice que la falta de información digitalizada se debe a que las bases de datos que usan fueron creadas para generar reportes de ingresos (cantidad de quejas, contratos de adhesión y solicitudes de certificación de instrumentos de medición y pesaje). Nada útil para comprender el comportamiento global de las denuncias.
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Al proveedor solo se le pide que presente el libro usado una vez, como requisito para que le autoricen uno nuevo. Después puede hacer lo que quiera con las hojas, nadie le va a pedir que las archive ni le va a impedir que las eche a la basura.
Cuando una empresa oculta el libro de quejas a sus clientes puede ser sancionado hasta con 75 Unidades de Multa Ajustables (UMA) —unos Q198,240.75— que es la penalización más fuerte que impone la ley. Cada una equivale a un salario mínimo no agrícola.
De 2012 a 2016 la Diaco impuso 938 sanciones y cobró Q1.2 millones, que ingresaron a sus fondos privativos con destino a la promoción de los derechos de los consumidores. El reporte no indica si tienen cuentas pendientes de cobrar, aunque Sagastume asegura que cuando imponen multas elevadas, casi nunca las cobran. Las empresas pueden presentar recursos en el Ministerio de Economía y en los juzgados de lo económico coactivo, para evitar el castigo.
De 2012 a la fecha la Diaco ha interpuesto 17 denuncias ante el Ministerio Público (MP) en contra de empresas que han cometido delitos penales. Entre estas destacan el caso de las empresas de gas Tropigas, Da-Gas y Gas Z. La fiscalía de Delitos Económicos determinó que en 2015 aplicaron dos incrementos por un total de Q1.20 a la libra de gas, sin tener autorización del Ministerio de Energía y Minas. Los representantes legales de las primeras dos empresas ya fueron ligados a proceso por el delito de especulación continuada. El de Gas Z está prófugo y también se le sindica por el delito de estafa en la entrega de bienes, por haber vendido cilindros de 25 y 35 libras con cuatro libras menos.
No todos los casos pueden ser investigados por el MP, ni es posible conseguir en los tribunales un resarcimiento para los afectados. En Guatemala no existen juzgados ni fiscalías específicas para atender las denuncias de los consumidores. La única manera de lograr el cambio de bienes dañados o la devolución de dinero es a través de la Diaco. Pero hay ocasiones en las que nada de esto se puede conseguir.
José Carlos Arana, un estudiante de leyes, solo tuvo opción a recibir un descuento en la zapatería Bass en 2014, como compensación por unos zapatos italianos que le costaron Q799, pero que se arruinaron en un lapso de seis meses. La empresa Multicomercios S.A., que distribuye el producto se negó a cambiarlos o a repararlos y mucho menos a devolver parte del dinero. Según cuenta Arana, para no darle opciones a los “aprovechados”.
Multicomercios S.A. le ofreció 10% de descuento en la siguiente compra. La ley de Protección al Consumidor especifica que una reposición debe ser por el valor del producto o el precio que se haya pagado en exceso cuando la calidad sea inferior a la indicada. Después de dos reuniones, una conciliatoria y otra de ofrecimiento de prueba, ante un delegado jurídico de la Diaco, con autoridad para archivar el caso y penalizar al proveedor, se llegó a un acuerdo: 60% de descuento. “De mi experiencia puedo decir que en estos procesos uno está solo. El personal de la Diaco no me ayudó a luchar, al contrario, me sugirió desde el inicio que aceptara un acuerdo”, relata.
En su siguiente visita a la tienda compró artículos por Q11 mil, por los que pagó Q4,500, aproximadamente. “Si hubieran multado a la empresa tal vez les habría salido más caro, aunque si me hubieran cambiado los zapatos se habrían ahorrado más”, reflexiona. No se sabe si la empresa accedió a las condiciones del cliente por temor a una sanción pecuniaria o si era su forma de reconocer que sí hubo un error de fábrica en el calzado. La Diaco no tiene herramientas para determinar la calidad de ningún producto.
En México, por ejemplo, la Profeco tiene un laboratorio que evalúa la información nutricional y la compara con lo que dicen las etiquetas. En varias ocasiones ha expuesto los nombres de las marcas de yogures que no fueron elaborados con bacterias lácticas. En Guatemala nadie comprueba la veracidad de la información que ofrecen los fabricantes y distribuidores de alimentos.
La última iniciativa de ley para convertir a la Diaco en una Procuraduría fue presentada en 2015. Y aunque incorpora novedades, todavía es tímida. Norma la creación de bases de datos de las denuncias, prohíbe el cobro de la propina en la factura, la discriminación hacia el consumidor y el hostigamiento telefónico para ofrecer o cobrar servicios. Obliga a los proveedores a informar a la Procuraduría cómo resolvieron los reclamos en el Libro de Quejas. Regula que los intereses por créditos solo se cobren sobre los saldos y que el comprador tenga derecho a rescindir contratos de bienes inmuebles cuando haya “vicios ocultos” que le perjudiquen. Incluso habla de la creación de una fiscalía y un juzgado para atender las denuncias de la nueva procuraduría. Pero nada dice sobre laboratorios para verificar contenidos alimenticios ni de cómo dirimir las contradicciones en donde hay leyes específicas que le dan inmunidad a sectores poderosos, como las telefónicas o los bancos.
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