El artículo 35 de la Constitución Política de Guatemala es uno de los más extensos. Con impecable claridad enuncia no solamente que es libre la emisión del pensamiento, sino que preceptúa que «este derecho constitucional no podrá ser restringido por ley o disposición gubernamental alguna». También que «no constituyen delito o falta las publicaciones que tengan denuncias, críticas o imputaciones contra funcionarios o empleados públicos por actos efectuados en el ejercicio de sus cargos». Y, finalmente, que «la actividad de los medios de comunicación social es de interés público».
Los preceptos que contiene forman un delicado andamiaje. Somos seres dotados con una consciencia que nos hace capaces de pensar, valorar, interpretar la realidad y, por consecuencia, tenemos la necesidad de expresar nuestro pensamiento. Por estas razones, la libertad de expresión está directamente vinculada a nuestra dignidad humana. Pero también, de manera lógica, se conecta con nuestra posibilidad de ejercer derechos políticos: conocer cómo se nos gobierna, ejercer vigilancia sobre quienes ostentan poder, saber cómo manejan el destino de la comunidad los líderes a quienes les hemos abierto la puerta de este lugar privilegiado que es la función pública.
Como consecuencia de nuestro derecho a saber, la investigación periodística, la capacidad de los medios de comunicar el resultado de sus investigaciones, el debate que genera este conocimiento, se considera por la propia Constitución «de interés público».
La complejidad del derecho a la libre expresión del pensamiento, con todas sus aristas, es uno de los fundamentos de la democracia, pero también de la posibilidad de vivir dignamente y en libertad. Quienes desean gobernar investidos con un poder omnímodo e incuestionable, no reconocen la necesidad de proteger la libertad de expresión porque tampoco reconocen la dignidad de los ciudadanos. Este irrespeto se convierte en grave amenaza para todos.
Por su importancia central, la libertad de expresión no puede ser un derecho teórico cuya vitalidad se circunscribe a la letra muerta de la ley. Hay limitaciones a esta libertad cuando se vive en un ambiente de violencia: la tolerancia del Estado a grupos radicales y violentos o la criminalización ejercida por el propio Estado. La violencia hace de nuestra libertad algo que existe sólo en teoría. Dicho de otra forma, la realidad de la libertad de expresión está relacionada tanto con la existencia de una garantía legal, como con condiciones materiales que nos permitan disfrutar de este derecho. Para tener libertad de expresión efectiva, debe existir una institucionalidad dedicada a protegerla y no una que se esfuerza por reprimir su ejercicio.
Desafortunadamente, este derecho se ha convertido en el próximo objetivo para quienes gobiernan Guatemala.
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Las acciones que les interesan precisan de opacidad y están muy alejadas a la búsqueda del bien común. La orquestación para destruir a los medios independientes, acosar y criminalizar a periodistas y, en general, suprimir de varias maneras nuestro derecho a saber y a opinar se ha convertido en algo burdamente evidente y no puede sino llamársele por su nombre: violencia institucionalizada.
La represión en contra de la libertad de expresión ha tomado muchas formas. Pero resulta particularmente triste el papel que decidió jugar el sistema de justicia al que la Constitución política le asigna la función crucial de velar por el cumplimiento del ordenamiento jurídico y la preservación de las garantías ciudadanas. Ajenos a estos valores, fiscales, jueces y magistrados han emprendido la sucia tarea de tergiversar las leyes y destruir los principios del debido proceso en casos vinculados al periodismo. También, han iniciado la práctica de señalar y estigmatizar a los periodistas que cubren esta fuente por cumplir con su trabajo. Han llegado más lejos: algunos imputados son castigados con resoluciones judiciales adversas por haber hablado con la prensa o porque su caso ha tomado relevancia mediática.
Ejemplo de la tergiversación de las leyes para utilizarlas en contra del periodismo pudo apreciarse en casos paradigmáticos como los iniciados por funcionarias públicas y dirigentes de partidos políticos en los que, invocando la Ley de Femicidio, pretendieron silenciar las críticas de los medios. Hallaron tribunales ad hoc dispuestos a aplicar de forma espuria esta ley y lograr su objetivo limitando el ejercicio de la función periodística.
En fechas recientes, la estrategia ha enfilado hacia la aplicación de la Ley Contra el Crimen Organizado, aprovechando que, dentro de la misma, se tipifica el delito de “obstrucción de la justicia” que no existe en el Código Penal. Y también que esta ley amplía las facultades de fiscales y jueces en cuanto a los medios de investigación que pueden utilizarse incluyendo, por ejemplo, las escuchas telefónicas. Además, sus penas son particularmente severas.
Resulta importante comprender que la ley en mención está destinada a grupos criminales de alta peligrosidad y con una sofisticada organización dedicada al crimen. Debido a la dificultad de perseguir criminales profesionales, se justifican las potestades extraordinarias que otorga la ley. El delito de obstrucción de la justicia tiene el propósito de evitar que, mediante amenazas o coacciones, los grupos criminales organizados puedan intimidar a funcionarios judiciales o testigos, cuestión frecuente cuando se ventilan procesos contra narcotraficantes, mareros y similares.
La estrategia represiva ha sido tergiversar el uso de la Ley Contra el Crimen Organizado al acusar a los periodistas de «obstruir la justicia» por el mero hecho de informar acerca de lo que acontece en los procesos judiciales, de opinar acerca de los mismos o de expresar críticas a funcionarios vinculados a los procesos. Esta aberración jurídica viola la Constitución Política de la República. Además, implica la premisa viciosa de considerar al periodismo como una organización dedicada al crimen y el acto de informar u opinar como parte de una acción criminal contra el sistema de justicia. En pocas palabras, se criminaliza el ejercicio de un derecho constitucional, repudiando la institucionalidad básica de nuestro país. Entonces, nos preguntamos: ¿Resulta ético aplicar la Ley del Crimen Organizado a los periodistas en ejercicio de sus funciones? ¿No implica esta acción una deslegitimación de las funciones judiciales?
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Es evidente que fiscales, jueces y magistrados temen la denuncia pública de la manipulación que están haciendo de los procesos iniciados en contra de la disidencia política: juicios declarados en reserva, prevaricato, persecución de los abogados defensores. En fin, la destrucción del debido proceso con el propósito de utilizar la imputación criminal como castigo e, incluso, para ejecutar una oscura venganza en contra de quienes estuvieron a cargo de los procesos judiciales en casos de corrupción, acompañados por la Cicig. Lo paradójico de esta situación es que se utiliza una ley dedicada a combatir el crimen organizado para proteger a las verdaderas organizaciones criminales que se han enquistado en el poder público, mediante una inversión del propósito y el uso legítimo de la ley.
Ni jueces, ni fiscales tienen privilegio especial que los haga inmunes a la crítica. Resulta falaz el afirmar que el resultado de un proceso resulta afectado por la cobertura noticiosa. La realidad es que los funcionarios públicos se sienten cada vez más inmunes a la crítica o a la exposición de sus abusos, respaldados en sus malas prácticas por los más altos mandos del poder político y económico.
Para resistir la intimidación violenta que impide o restringe el ejercicio de la libertad de expresión, se necesitaría de la acción del MP y del sistema de justicia, pero estas garantías no existen cuando es precisamente este sistema el que intimida y viola las garantías constitucionales. Por esta razón, existe la imperiosa necesidad de la solidaridad de la sociedad y de las comunidades de periodistas. Hay una frase famosa atribuida a Voltaire: «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». Ahora más que nunca, los guatemaltecos necesitamos de ese espíritu para preservar el corazón de los valores humanos: la dignidad que se basa en la libertad de conciencia y en la posibilidad de expresar nuestros pensamientos, sin miedo.