Eterno integrante del servicio diplomático guatemalteco, ha empleado sus posiciones para empujar su agenda. La agenda de borrón y cuenta nueva, de la política de punto final, de la denegación plena de justicia. Una agenda que pisotea la dignidad de las víctimas porque en definitiva solo sirve al interés del victimario. No en balde Antonio Arenales Forno ha recibido diversas condecoraciones del Ejército, y no precisamente por impulsar la paz.
Abogado y diplomático de carrera, Arenales Forno ocupó la Secretaría de la Paz y encabezó la Comisión Presidencial Coordinadora de la Política del Ejecutivo en Materia de Derechos Humanos (Copredeh) durante el gobierno de Otto Pérez. Desde esa posición puso todo su empeño en mostrarle a la comunidad internacional que Guatemala retrocedía décadas en materia de derecho internacional sobre derechos humanos. Sus torcidas teorías sobre la aplicabilidad de las sentencias o la jurisdicción de las resoluciones del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) pusieron al país en ridículo.
Pero su mayor empeño siempre ha sido vomitar el odio y el desprecio que siente por las víctimas. Similares a los que en las redes sociales y en los espacios de comunicación de grupos proimpunidad se destilan. Coinciden en el argumento de que quien procura justicia busca dinero. Levantan la bandera del escarnio como un elemento más de agresión a quienes llevan décadas enfrentando la impunidad construida por intelectuales orgánicos de la contrainsurgencia como Arenales Forno.
Así se explica la aberrante afirmación contenida en su columna del 5 de octubre en elPeriódico. En ella afirma que las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se han cumplido porque en la mayoría de estas se «ha pagado» a las víctimas. «Lo que falta por cumplir en esas sentencias pagadas», afirma en la columna, «son “actos públicos de perdón” y “reparaciones morales o psicológicas”, lo cual requiere concertar con las “víctimas”, muchas de las cuales jamás se dan por satisfechas, exigiendo algunas que sea el presidente quien en público les pida perdón y otras queriendo negociar pagos adicionales». Nótese cómo entrecomilla algunos términos de la reparación y el vocablo víctimas. Es decir, pone en duda esa calidad.
Además, en una necedad contumaz, no deja de plantear que la CIDH no tiene jurisdicción porque los delitos se cometieron antes de la firma del convenio de adscripción. Sin embargo, hasta en la legislación interna está claramente expresado por qué el delito de desaparición forzada no prescribe. En una visión torcida del marco jurídico interno sugiere que su actuación estuvo respaldada por dictamen de la Procuraduría General de la Nación (PGN). No obstante, en su accionar obvió las resoluciones de la Corte de Constitucionalidad (CC) y la misma Constitución al respecto de los tratados y convenios internacionales en materia de derechos humanos suscritos por Guatemala.
En su afán por servir a la impunidad, a la vez que niega la jurisdicción del SIDH, sostiene que tampoco procede la justicia nacional, la cual, por haber sido negada en su momento, forzó a las víctimas a buscar al SIDH. Obcecado en la procura de impunidad, además de negar claramente el derecho de las víctimas a obtener justicia, genera un discurso que en definitiva promueve el odio contra ellas.
Contrario al accionar del vocero de la iniquidad, las familias de quienes sufrieron tortura, desaparición forzada, violencia sexual y crímenes contra la humanidad persisten en fortalecer el Estado de derecho. Los victimarios, esos que se favorecen con el accionar del diplomático, despedazaron las leyes vigentes cuando impusieron la lógica contrainsurgente y cometieron los crímenes por los que hoy se los juzga. De esa suerte, mientras Arenales Forno favorece la impunidad y con ello debilita el sistema de justicia, las víctimas le plantan una lección de civismo al usar la ley.
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