Un funcionario de la Municipalidad de Guatemala señaló que la hipótesis central de las autoridades es que la desgracia se originó en la acumulación de desechos. Teoría que empata con la del gobernante Alejandro Giammattei, quien la atribuyó al cambio climático. La Municipalidad también indica que advirtió a las familias del riesgo de permanecer en la zona. Según esto, la decisión de reubicarse en un sitio seguro estaba en quienes habitaban el lugar.
Sin embargo, para los más de diez millones de personas que en Guatemala viven en condición de pobreza, el cambio de casa no es opción. El cálculo oficial es de un déficit de más de dos millones de vivienda. De manera que, la existencia de asentamientos informales, como les denomina el lenguaje técnico, no responde a un capricho o novedad.
Para el 2014, la Secretaría General de Planificación de la Presidencia (Segeplan) calculaba en 255 los asentamientos precarios, tan solo en la ciudad de Guatemala.
Quienes habitan en los asentamientos son personas y familias cuyos ingresos impiden el acceso a vivienda que reúna condiciones básicas de vida. Por lo tanto, son núcleos sociales a quienes la exclusión social inflige un mayor nivel de violencia política. Dedicar más de dos tercios al día para generar ingresos, carecer de servicios básicos urbanos, habitar inmuebles en alto riesgo y ubicarse en terrenos vulnerables, no son decisiones adoptadas ante alternativas viables. Son condiciones impuestas por las causas reales de la tragedia, como la del Naranjo, la de Panabaj o la de El Cambray, entre otras.
A la exclusión económica, social y política se añade el impacto de la corrupción rampante en la gestión pública. Si se pregunta a cualquier persona sobre cuál es el problema principal en el país, lo más seguro es que afirme, sin dudarlo, que es la corrupción. Esta práctica anidada en el ADN de funcionarios, empresarios y políticos, cercena las ya de por sí limitadas posibilidades de la mayoría de la población.
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Las cifras del latrocinio suelen ser exorbitantes. Miles de miles de millones, como lo que se dice, acumula en patrimonio mal habido el protegido presidencial, Miguel Martínez. O como lo escamoteado de atención a la pandemia del Covid-19, o lo sustraído de los recursos para construcciones como el libramiento de Chimaltenango. Son cifras estratosféricas que han ido a parar a los bolsillos de ladrones con cargo público, quienes derivan en asesinos cuando sus acciones llevan a la muerte, a la tragedia.
El dolor de las familias no se apaga con la justificación de las autoridades. Mismas que a la corrupción mediante el robo añaden la dejadez y la inacción. Hoy hay varias familias directamente enlutadas. Ante nuestra mirada estalla la tragedia que no se compone de números sino de nombres, rostros, sueños, anhelos, tristezas y alegrías.
¿De qué sirve que a estas alturas esos funcionarios municipales, que han abandonado la atención a las condiciones de urbanización citadina, se lamenten por lo sucedido? ¿De qué sirve que ahora hablen de haber informado de los riesgos si los recursos municipales solo han servido para llenarles el buche a ellos y sus parásitas familias? ¿De qué sirve que se lamenten de la tragedia si su incapacidad y voracidad alienta el sistema de exclusión en que vivimos? ¿De qué sirve que el ladrón que hoy gobierna hable del cambio climático para explicar la tragedia si su gobierno ha sido el botón de muestra del robo como programa? De nada sirven sus lamentos porque son como las lágrimas del cocodrilo.
Mientras la desigualdad sea la norma, la tragedia seguirá siendo cotidiana. Es en esta y en la corrupción del sistema político en donde habrá que buscar las causas de los desastres y ponerle remedio de una vez por todas.
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