Y por enésima vez parece que seguimos estancados en el discurso y la retórica, aún muy lejos de los actos necesarios.
Evidentemente, nadie se atreve ni por un segundo a pensar que los gobiernos que dirigen nuestros designios, reunidos en Bruselas, no tengan otro objetivo distinto al de sacarnos del atolladero de la crisis y, si se nos concede la venia, salir reforzados con ese penoso bagaje para evitar tropezar en la misma piedra otra vez.
Porque si nos pareciese más factible lo contrario, si diésemos por buena la tesis que acepta como cierta la mala fe y la incapacidad de los dirigentes, si nos creyésemos manejados por marionetas sin dueño o con uno maléfico, sería difícil sostener la paz social (ya de por si precaria en algunos países e inexistente en otros) cotidianamente puesta a prueba por el eco de los acontecimientos reflejado en los medios de comunicación.
Pero hay algo que sobresale entre la precaria paz social y la falta de determinación que condiciona todo lo demás. Se trata del hecho de que Merkel, Sarkozi, Rajoy, Monti y Cameron, en representación de toda la Unión, parecen ciegamente encomendados a una única y omnipotente fórmula por la que la crisis se solventará reduciendo hasta el mínimo el gasto público de los Estados.
Esta austeridad (selectiva, añado yo), concepto que se repite hasta la saciedad entre la clase política como si de un mantra milagroso se tratase, tendría la enorme virtud de arreglar de un plumazo la crisis. Pero, sobre todo, y aquí es donde quisiera poner el énfasis, ¿a qué precio?
Porque a casi nadie se le escapa que se está aprovechando la ocasión para acabar lenta pero irremisiblemente con la, a sus ojos, excesiva bonhomía y protección que los Estados del bienestar ejercen con sus ciudadanos. Y esto es algo que la Unión Europea no puede consentir que ocurra, sobre todo teniendo en cuenta que el Estado del bienestar protector del ciudadano es la base de su constitución y su idiosincrasia.
Además, no podemos pasar por alto que esta rigurosa y firme aplicación del principio de austeridad no sería un problema si hace ocho décadas la historia de la economía no hubiese demostrado objetivamente que esta política no deviene sino en el estrangulamiento económico de los Estados. Aunque habrá quienes con los datos delante miren hacia otro lado y piensen que es momento de jugárselo todo a esa endeble carta y que, por tanto, nieguen la mayor.
A estos últimos basta aconsejarles que lean los más bien breves y muy didácticos artículos que dedicados a ellos explican en la prensa de estos días qué ocurrió en la gran depresión posterior al crac del 29 y qué palmarias lecciones podemos aplicar en nuestro tiempo y de inmediato. Aunque, bien pensado, siendo la tesis imperante la de que vivimos bajo la economía del miedo, ¿qué se puede esperar?
También es cierto que nuestros países se encuentran técnicamente arruinados en su mayoría y con las manos atadas por los mercados. Pero como siempre, y abocados ya a la recesión que tanto se empeñan en evitar, la aspiración ha de ser la de encontrar un punto medio entre la austeridad actual y las políticas aplicadas en los años treinta que contaban, lógicamente, con circunstancias singulares, distintas a las nuestras.
Aunque para quienes no creen que sea suficiente la opinión convencida del populacho que, por otra parte, secunda a algún que otro nobel de economía, cabe destacar que ni siquiera Estados Unidos ha adoptado este restrictivo modus operandi a pesar de que ha estado en varios momentos al borde del abismo financiero.
En cualquier caso, lo evidente es que a golpe de recorte y adelgazamiento de los gastos (públicos en general y sociales en particular) de los países y sin impulsar el crecimiento, no vamos a conseguir la soñada meta. Y, por el contrario, sí una dramática aniquilación de la socialdemocracia de la que más pronto que tarde nos arrepentiremos.
Quizá lo único que ocurre es que desde hace al menos diez años, más que por el sentido de Estado y las decisiones ponderadas y lógicas, los políticos de todo el mundo en general y los europeos en particular, solo se rigen por la frase puesta en circulación por el neoconservador expresidente español José María Aznar que reza: “haremos lo que haya que hacer”.
Ante tan peregrina filosofía no es difícil imaginarse la peor de las tragedias griegas como parte de nuestro futuro. Ojalá nos equivoquemos.
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