Los guatemaltecos que huyen
Los guatemaltecos que huyen
Vienen de San Marcos, Izabal, Quetzaltenango o Villanueva. Son los guatemaltecos que se han unido a la caravana migrante que desde hace más de una semana recorre México. Desconocemos cuántos son. Pero están aquí, se han sumado a esta larga marcha de los hambrientos que ha trascendido su carácter hondureño para convertirse en símbolo de la miseria en Centroamérica.
Algunos ya estuvieron en Estados Unidos y fueron deportados. Otros prueban suerte por primera vez, aunque tienen familiares al otro lado de río Bravo. Todos coinciden en el origen de su relato. Se enteraron de la caravana en las noticias y quisieron aprovechar la oportunidad. Esa es la clave. La “oportunidad”. Todo o nada. Ahora o nunca. Quizás no haya otra opción para atravesar México acompañados por otros cientos de desposeídos.
Si alguien pregunta a los caminantes por qué se pusieron en marcha encuentra, irremediablemente, dos respuestas: pobreza y violencia.
Y los datos los respaldan: el 59,3 % de los guatemaltecos sufre condiciones de pobreza, según la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) de 2014. En 2017, un total de 4,410 guatemaltecos fueron asesinados, lo que implica una tasa de homicidios del 26,1 por cada 100.000 habitantes.
Al menos un millón de guatemaltecos reside en Estados Unidos, y sus remesas sobrepasan el 12 % del Producto Interior Bruto del país.
Sin migración Guatemala sería mucho más pobre de lo que es ahora.
Mientras que la policía guatemalteca montaba guardia ante el puente internacional Rodolfo Robles, decenas de sus compatriotas avanzan por el estado de Oaxaca, en México. Podían haber sido ellos mismos los interceptados. Pero se lanzaron los primeros. La caravana, aunque mayoritariamente hondureña, es reflejo de la Centroamérica pobre y violenta.
Óscar Antonio Choj Pérez. 23 años. Quetzaltenango
La última vez que Óscar Antonio Choj, de 23 años, tuvo una pistola apuntándole a la cabeza fue hace cinco meses. Trabajaba como ayudante en la Servibus, una línea de microbuses en Quetzaltenango.
“Paren el bus, muchá. Agachá la cabeza, vos. Manejá con la cabeza agachada porque te reviento”, escuchó decir a uno de los asaltantes. Eran tres, pero apenas si pudieron verlos. Mejor no levantar la vista si tienes una pistola en tu nuca.
Le robaron la recaudación del día. Hasta los céntimos se llevaron, relata.
También robaron su celular, y a cambio le dejaron otro; no para reponer el que le quitaron, sino el que debía responder cada vez que los asaltantes decidieran que era hora de cobrar la extorsión. Ese celular que uno debe responder si no quiere que le maten.
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Cobraba 50 quetzales al día. Si todo iba bien; 1,500 quetzales al mes. Casi la mitad del salario mínimo.
Por eso, cuando escuchó sobre la caravana migrante, hizo la mochila y salió en su busca.
“La violencia está demasiado elevada. Vas de noche y tienes el riesgo de que te asalten, te roben, te puedan matar”, dice, mientras se baña en el río Niltepec, en el exterior de Santiago Niltepec, pequeño municipio del estado de Oaxaca donde la caravana durmió el lunes.
En su caso, la pobreza y la violencia son dos argumentos que se cruzan.
Cobraba poco y, además, tenía que pagar una parte de su exiguo salario al Barrio 18, que es la pandilla que opera en Quetzaltenango.
La dinámica es perversa.
“Los ayudantes teníamos que pagar una extorsión de 25 quetzales; 100 quetzales, los pilotos; 300 quetzales el bus”, explica.
En total, por cada vehículo, la pandilla se embolsa 425 quetzales por semana.
“Si pagas lo tuyo, pero el dueño del bus no, van a ir a balear al bus. El dueño tiene que estar constante. Si el dueño no paga, a nosotros nos matan. Si el ayudante no paga, lo matan desde la puerta y tiran teléfono igual. Si el piloto no paga, matan al piloto y al ayudante. Así ha sido. Está crítico. Por eso es que busco nuevos horizontes, para ver cómo levantar a mi familia”, afirma.
Eso, además de una deuda impagable con un abogado. Un platal: 25.000 quetzales por sacarlo de prisión. Dice que fue acusado de violación, denunciado por la mamá de la que era su pareja. Ella quedó embarazada, era menor de edad. Él estuvo encerrado en la Granja de Rehabilitación Cantel entre el 23 de agosto y el 3 de septiembre de 2017. Salió en libertad después de que su antigua compañera testificase a su favor. Cuando dejó la prisión tenía varias costillas rotas por no haber pagado la talacha, la protección que los reclusos pagan a quienes mandan en el penal a cambio de no ser maltratados.
“Yo no la violé. Éramos novios, habíamos tenido relaciones antes”. Su hijo, Dilan Sebastián, se ha quedado con los apellidos de la madre.
“Con los papeles manchados no puedo obtener un buen empleo. La meta es llegar a la frontera”, dice.
Con estos antecedentes, sus posibilidades para cruzar a Estados Unidos se reducen todavía más. Teme que el abogado que le sacó de prisión quiera cobrarse la deuda con la hipoteca de la casa de sus padres. Por eso, darse la vuelta no es una opción.
Wilson Jiménez. 23 años. Chiquimula
Cuando Wilson Jiménez tenía 15 años su mamá le dio una cafetera, una bolsa con sus pertenencias y le echó de su casa.
“Buscá dónde vivir”, le dijo. “En casa no queremos una maldición”.
Jiménez es homosexual. Su familia, tremendamente conservadora. Un compañero de clase le dijo a su hermano algo sobre su condición. Este, a su vez, se lo contó a sus padres. Y él se dio cuenta de que lo sabían cuando se vio con las maletas hechas.
Su familia supo que estaba en la caravana por una fotografía que vio en la prensa.
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A pesar de ello, prefiere no hablar de su condición sexual cuando se le pregunta por las razones de su marcha de Chiquimula.
“Me voy por la falta de trabajo, de empleo. Hay mucho racismo. Mucha discriminación. No podemos salir de la casa a partir de las siete de la noche. Nos toca emigrar por la falta de empleo y la violencia”, dice, mientras camina por el campo de refugiados itinerante en Santiago Niltepec.
Sus cifras son las de la escasez en Guatemala.
“Yo vendía comida”, explica. “Salía a vender plátano frito, lo ponía en un canasto. Ganaba 60 quetzales, 70 quetzales, lunes, martes y miércoles”. Los fines de semana vendía pulseras en un mercado de artesanía. Podía llevarse unos 35 quetzales.
No es vida esa para salir adelante, dice Jiménez. Ha conocido a un chico hondureño. Es también migrante. Quizás pidan asilo en México. Aunque el objetivo principal sigue siendo llegar a Estados Unidos.
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Kevin Julián. 27 años. Mirsa Julián, 50 años. Morales, Izabal
El padre de Kevin Julián le abandonó cuando todavía no había nacido. Su madre, Mirsa Julián, estaba embarazada de tres meses y Adelfo —que así se llama el exesposo— le anunció que marchaba a Estados Unidos. Le dejaba con Roberto Carlos, de apenas un año, y Kevin en camino. No hubo posibilidad de réplica. “Tenía la decisión ya tomada”, dice la mujer, sentada junto a la Iglesia del Cristo Negro de Esquipulas en Santiago Niltepec, Oaxaca. El templo fue gravemente dañado durante el sismo de 2017. Tiene las puertas apuntaladas con traviesas. El campanario se vino abajo. A pesar de todo, sus muros sirven de protección para madre e hijo, originarios de Izabal, que vienen con un único propósito: que el joven pueda llegar a Estados Unidos.
“Nos enteramos de la caravana en las noticias. Fuimos en bus. Salimos a las dos de la mañana y llegamos a las seis de la tarde allá al puente”, dice Kevin.
Rápidamente hace referencia a su papá, a quien conoció hace un año, 26 años después de que partiese como “mojado” y se estableciese en Los Ángeles, Estados Unidos.
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Le prometió que le ayudaría con los papeles, pero fue pura palabraría.
Ahora dice que no está de acuerdo en que emprenda el viaje. El mismo viaje que él mismo comenzó hace 27 años.
El relato de los integrantes de la caravana está lleno de historias de padres ausentes, que no se hacen cargo. De madres solteras que se echan a la espalda a su familia.
“De mi papá, ni pienso ni opino. La vida da muchas vueltas”, dice Kevin. Su preocupación ahora es su propio hijo, Alejandro. Tiene dos años. “El domingo cumplió dos”, dice Kevin, con un nudo en la garganta. Parece que pueda llorar en cualquier momento. Explica que se divorció hace cinco meses, que la plata no alcanzaba y la relación se deterioró. Que sus últimos trabajos han sido en una granja de crianza de cerdos y una planta procesadora de aceite de palma. En cada empleo 80 quetzales al día. “No alcanza”, se queja.
“Llevo ocho meses sin trabajo formal”, dice. El último despido fue a causa de la sequía. “Ha sido un año muy seco. Llueve, pero no es lo que necesita la fruta para madurar. Tuvieron que recortar personal. Quince días antes de venir pregunté y me dijeron que seguían igual”, afirma.
Al divorcio y el desempleo se le suma otra desgracia. Mirsa, su madre, padece cáncer de hígado desde hace cuatro años. Dice que hipotecó su casa para pagar las medicinas y el banco les ha quitado la vivienda. Habla despacio, mientras una lágrima le cae por toda la mejilla. Sin embargo, no quiere decir ni por cuánto se hipotecó ni, sobre todo, cuál es la entidad que le ha dejado sin casa.
Un banco, que no entiende de razones que no sean monetarias, ha dejado en la calle a una mujer que hipotecó su casa para pagar su tratamiento contra el cáncer.
Por suerte, un vecino les prestó un lugar para dormir. Allí se ha quedado Pedro Miguel, su tercer hijo, 18 años, estudiante de bachiller de computación.
“Yo vengo por no dejarlo solo a él”, dice Mirsa en referencia a Kevin. “La vida lo ha tratado muy duro. Su papá le dio la espalda. Su familia le dio la espalda. Como madre no le puedo dar la espalda. Voy con él hasta donde dios permita. Sus tíos pueden reclamarle a él en la frontera. Si ocurre así, yo regreso”, explica la mujer, enfermera de profesión, que hace cuatro años tuvo que dejar su empleo a causa de sus padecimientos.
A pesar de todo, dice que el camino no ha empeorado su estado. “Ahí vamos en el nombre de dios, no me duele”.
Es la primera vez que esta mujer está tan lejos de su casa. Antes solo había viajado a Esquipulas y a Río Dulce. Quién le iba a decir que terminaría acompañando a su hijo en esta larga caminata a través de Guatemala y México. “Siempre hay un hijo que requiere más atención”, dice, sentada, mientras Kevin guarda cola para pedir comida. “No porque lo quiera más, no, no, no es eso. Sino que necesita que se le empuje”.
Su misión es acompañarle hasta la frontera. Si cruzan los dos, está dispuesta a trabajar en Estados Unidos. Si no, asegura, regresará a Izabal. Ahí tiene otros dos hijos.
Johan Estuardo Poz Camey. 21 años. Ciudad del Sol, Villanueva
“Yo vengo de un hogar desapartado. Mi mamá fue la que luchó por mi hermano y por mí. Mi papá siguió su vida, no se hizo cargo de nosotros. Yo quiero ser responsable y demostrar a mi hijo que un hombre tiene que ser responsable”. Johan Estuardo Poz camina con una bandera de Guatemala al entrar en la plaza de Arriaga. Dice que simboliza a los cientos de compatriotas que migran. Dos días después lo encontramos cargando el celular en una calle de Niltepec. Le han robado la bandera.
El relato de este joven de barba lampiña y discurso bien estructurado habla de pobreza atroz, pobreza violenta, pobreza que te marca la vida.
“No quiero que mis hijos pasen lo que yo pasé”, dice. Piensa en Santiago y Jennifer, de cinco y tres años. Se han quedado con Mindy, su esposa. Hace un año, el matrimonio trató de emigrar por su cuenta, sin pagar coyote. Se cansaron pasado Oaxaca. Era demasiado para su esposa, dice, así que regresaron ambos. Durante todo este año estuvo rumiando la idea. Se lanzó. Y la caravana la pilló en Tapachula, cuando ya había cruzado y barajaba solicitar asilo o seguir adelante.
“En Guatemala hay trabajo, pero mal pagado. Solo alcanza para medio sustentar a la familia. No quiero que mis hijos pasen lo que yo pasé”, repite.
¿A qué se refiere?
“Comencé a trabajar por las tardes a los 12 años. Me quede en segundo básico”, explica. Un niño de 12 años en carga y descarga.
“No quiero que mis hijos pasen lo que yo pasé”, repite por tercera vez.
“La vida en Villanueva es dura. Hay muchas pandillas. Por una mala mirada, un mal gesto, matan a las personas. Si sobresales o tienes un negocio, te caen con la extorsión”, explica. Solo tuvo problemas con la Mara Salvatrucha, relata, la pandilla que controla su colonia. Fue por un asunto de fútbol. Un partido, un encontronazo y un joven rodeado por varios tipos dispuestos a darle una paliza. “Gracias a dios se acercó una persona, hablo con ellos y me dijo ‘agarra tus cosas y sal de aquí’. Pude seguir viviendo, pero ya con el temor de que me pudiera topar a alguien y me hiciera algo”, dice.
Violencia cotidiana es que un choque tras un partido amistoso te lleve a caminar con miedo por tu barrio.
A pesar de todo, Poz Camey reconoce que tiene amigos que se brincaron.
—¿Qué es la pandilla para ellos?
—Para muchos, una familia.
—¿Tú te lo pensaste?
—Bien.
—¿Por qué decidiste que no querías unirte?
—Por los hijos. Ellos siguen los pasos de los padres. No me gustaría ver a mi hijo en malos pasos el día de mañana y que me quede remordimiento de que no pude hacer nada.
—No solo en Honduras hay pandilleros ni pobreza. Eso hay en toda la República de Guatemala.
Lynda Chávez 19 años. Alexander Cardona, 19 años. Quetzaltenango
Lynda Chávez pidió amistad en Facebook a Alexander Cardona hace un año y cuatro meses. Ahora, ambos se encuentran en la terminal de buses de Juchitán, convertida en albergue temporal para los miles de migrantes que caminan desde hace dos semanas. Qué vueltas da la vida. Quién le iba a decir a Chávez hace año y medio que ahora estaría en mitad de México, acompañada por ese chico al que entonces no conocía y embarazada de mellizos, Daniela y Alexander. Si todo sale como lo planean, nacerán norteamericanos.
“Salimos porque no teníamos trabajo. Y toda mi familia está en Estados Unidos, en Nueva Jersey. Mi mamá, mis abuelos, primos y hermanos. Mi papá me reconoció, pero no sé nada de él”, explica, sentada en una acera de Niltepec. Acaba de bañarse en el río. Su novio le peina. Hasta en los contextos de sufrimiento podemos ver gestos cotidianos que emocionan.
“Mi mamá se llama Celeste”, dice la joven. “Lleva 16 años de estar allá. Fue sola, con coyote. Ahora tiene residencia y se casó en Nueva Jersey. Yo he estado este tiempo viviendo con una mi tía. Mis hermanos nacieron en Estados Unidos. Me cansé de esperar”.
Interviene Alexander.
“Yo le ayudo. Encaminándole a ella a su mamá. Tratando de caminar, ver como conseguimos un bus, camión, un taxi… Está lejos pero ahí vamos luchando y alcanzar el sueño americano”, dice.
Ambos viven en la colonia San Antonio de Quetzaltenango. “Hay muchas extorsiones. No podemos vivir. Tratamos de vivir como podamos, ganamos entre 30 quetzales o 50 quetzales diarios. No dan oportunidad de trabajar”, dice ella. “La colonia es muy peligrosa. Muchos se han matado ahí”, dice él. Relata intentos de la pandilla (en este caso, el Barrio 18), para que los jóvenes se unan a sus filas. “Buscaban que estuviéramos cerca de ellos, que ingiriéramos lo que ellos estaban ingiriendo”, dice.
“Xela se volvió complicado. Hay violencia, robos, extorsiones. No se puede vivir así”, dice ella.
Él se queja de que, en su último empleo, en Boquitas Diana, le dejaron a deber 900 quetzales.
Pobreza y violencia. Otra vez. Pobreza y violencia. No es un drama exclusivo de Honduras. Para esta pareja de guatemaltecos ahora hay algo muy importante que proteger: sus hijos. “Esperamos que nazcan sanos, en un lugar en el que nos puedan apoyar, poder recibir ayuda en Estados Unidos”, dicen.
Julio César y Oseas Moisés Aguilar. 49 y 41 años. La Blanca, San Marcos
Los hermanos Aguilar tienen experiencia en Estados Unidos. Ambos cruzaron con coyote, residieron en el “vecino del norte” y fueron deportados.
Julio César explica que sus dos primeros hijos (Leslie Karina y Julia Linda) nacieron en California, mientras que el tercero, Julio Denilson, lo hizo en Georgia.
Hace mucho, muchísimo, que no les ve. Ellos son norteamericanos. Hay veces que me dicen que vendrán a verme a Guatemala, pero nunca vienen, dice, mirando al vacío, sentado, viendo cómo otros compañeros montan las tiendas de campaña a su alrededor. “A ver si los puedo ver allá”, afirma.
Dice que en 2001 fue arrestado. Que pasó ocho años en prisión. Que, posteriormente, fue deportado. “En los 90 migrar era más fácil. Uno agarraba un tren e iba de lado a lado. No había tanta migra, ahora sobra la migra”, explica. Dice que para aquel primer viaje le bastaron 500 quetzales. No dice qué le ocurrió para terminar en prisión.
“La cárcel es lo más duro que hay. Si te van a visitar es amigo de verdad. Así lo dice la canción. No por nada sacan las canciones”, reflexiona.
Está sentado en una acera de Nistepec. Tiene los pies vendados. Dice que se le han dañado de caminar. “Este sufrimiento va a valer”, asegura este hombretón, parco en palabras, pero con agudo sentido del humor.
Su hermano también estuvo en Estados Unidos. Una década después de que él llegase, poco antes de que lo encarcelasen. Aguantó ocho años y fue deportado. Tiene dos hijos, Denilson Moisés y José Antonio, de 7 y 5 años.
“Lucho por hacer algo por ellos”, dice.
Recuerda el día de su arresto en Atlanta. No cargaba placas en orden ni documentos. Firmó lo que se denomina “salida voluntaria”, que es como se conoce a la deportación.
Permaneció encerrado tres meses en un centro de detención de migrantes en Alabama.
“Nos trataron mal. No nos daban jabón, ni papel. Si no tenías comida, tenías que comprar. Nos vestían con uniforme naranja de preso”, relata.
Ambos hermanos discuten sobre las razones que les pusieron en marcha. Y señalan al Gobierno de Jimmy Morales, y a los gobiernos que le antecedieron. “Se roban todo el dinero. Por eso los países están fregados. No hay carreteras. Un buen gobierno hace un buen país. Todos los que entran van robando”, dice Julio César.
“Si ganas 100 dólares, se come bien. Pero si ganas 100 quetzales, una librita de carne cuesta 35 quetzales. Y si ganas 50 quetzales, olvídate de la carne”, responde Oseas Moisés.
Ambos tienen las manos grandes, enormes, cuarteadas de trabajar el campo. Ambos repiten que hacen esto “por nuestra familia”.
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