Socialmente se tiende a decir que las personas con conductas criminales son una minoría que no atiende valores. Lo complejo de ello es que quienes más imponen este pensamiento consensual son quienes ejercen funciones públicas, con lo cual justifican decisiones simbólicas de sanción y castigo. Desde la década de los años 1980 se ha fortalecido como valor social la idea de obtener bienestar material mediante crecimiento económico, al cual debe llegarse por medios lícitos, que no atenten contra los bienes mismos, es decir, los bienes de los demás. Sin embargo, resulta que en este proceso de internalización de valores no se tienen en cuenta a quienes socialmente se encuentran en desventaja, a quienes no tienen mínimos de oportunidades para entrar en esa ruta de los medios lícitos. Y precisamente a ellos se los criminaliza, incluso sin haber hecho nada, pues ya con solo vivir en ciertas zonas denominadas rojas se los considera peligrosos.
Quizá por eso la clase media sintió tristeza y pena al ver al hijo del presidente sentado en la silla del sindicado, pues es uno de los que no pertenece a esa minoría. En todo caso, es uno de los que sigue el camino del éxito económico, con la diferencia de que no optó por el medio lícito, lo cual, en palabra de muchos, tampoco es para tanto. Sin embargo, si sustituimos a este por un pandillero, entonces no hay tristeza que sentir. Precisamente era lógico que ese muchacho terminara así, ya que sus recursos personales no le alcanzan para reproducir los valores sociales descritos.
¿Cómo nos explicamos que ambos estén detenidos? Según la teoría de la asociación diferencial de Massimo Pavarini, es cuestión de entender que se trata de comportamientos aprendidos, de «la transmisión social de una cultura criminal», que consiste en que todas las personas estamos transmitiendo la necesidad de que se obtenga éxito económico para ser admitido. Así, el muchacho pandillero busca estatus y ser admitido en un sector específico, su pandilla, pero además se ha rebelado contra los que le exigen e imponen valores porque no le dan lo mínimo para entrar en la competencia de la escalada de bienes materiales y porque lo excluyen, desde el Estado mismo, del acceso a sus derechos. Mientras tanto, muchachos como el hijo del presidente también buscan ser admitidos en un grupo determinado mediante el uso de prácticas conocidas (normales, según él) que pudo haber aprendido de la sociedad, pero que más parece que aprendió en su casa.
Ambos muchachos son hijos de esta sociedad excluyente y víctimas de un sistema o modelo social que se ha centrado en promover el éxito económico, pero marcando grandes desigualdades sociales. Uno es hijo de su casa, en donde tuvo oportunidades de desarrollo personal y posiblemente le enseñaron cómo escalar más rápido mediante mecanismos ilícitos de alteración de documentos públicos e invención de empresas, entre otros. El otro es producto del inacceso a recursos educativos, de salud, de vivienda, de trabajo e incluso de familia, candidato a ser el producto más exportado por este país: a migrar en busca de otras realidades.
Cuando el presidente dice que su hijo le dio una lección, esperaría que no la vea como una lección de valentía, sino como una lección de que su hijo sigue siendo víctima de las prácticas sociales de casa. Además, debe cargar con la responsabilidad penal que debería cargar quien se la transmitió, pues en este caso no puede decirse que no tuvo acceso a bienes materiales y a medios formativos para alcanzar eso que llaman valores sociales.
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