Recordar lo que sucedió el 8 de marzo de 2017 es volver a vivir el horror. Es situarse en el momento en el que nos dieron la noticia, en cómo llegamos a entender lo que realmente había sucedido. No es una herida cerrada: está latente todavía. Es pensar en las niñas que murieron y en aquellas que luchan hasta el día de hoy con su cuerpo quemado. Es leer a una madre decir que a su hija «por poco le truncan sus sueños», que «da tristeza verla cómo se mira al espejo; ella va a cumplir 15 años». Regresar al 8 de marzo nos enfrenta a una joven sin párpados, sin orejas, y a otras amputadas. Los gritos de esas niñas nos interpelan porque son la constante prueba del Estado que tiene el poder de decirnos cómo vivir y cómo morir. El Estado de unos pocos al que le servimos todos.
No se debe dejar de hacer memoria. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos acaba de presentar el informe Las víctimas del Hogar Seguro Virgen de la Asunción, un camino hacia la dignidad. No solo se recaban los hechos y se apalabra lo que sucedió desde las voces de las sobrevivientes, sino que es también un ejercicio de poner en perspectiva. Atrás de una joven que es enviada a un hogar seguro hay una historia de pobreza o de violencia, de necesidad o de abandono. Dentro de las instituciones supuestamente al servicio de la protección de los menores hay relatos de tortura, explotación sexual, abusos. Los meses que han seguido a marzo de 2017 han sido de angustia, de incertidumbres, de madres que deben escuchar de burócratas que son malas madres por abandonarlas, pero también de niños cuyos nombres no sabemos y que hoy, en este momento, están en otra institución, seguramente en las mismas condiciones (y no dos o tres, sino centenares).
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No hay justicia todavía. La justicia es el camino para afirmar que no queremos que otros vivan esta situación, ni las niñas ni los jóvenes ni las familias. Son más de 56 voces las que exigen justicia. Son las que no sobrevivieron y las que luchan por su vida todavía. Son las voces de esos 43 jóvenes encerrados sin poder ir al baño, sin saber por qué tenían restos de sangre en sus ropas. También están las palabras de aquellos jóvenes que en la zona 15 hicieron públicos los maltratos. Es la madre que se enteró por la radio de la muerte de su hija y que tuvo que visitar institución tras institución antes de poder encontrar su cuerpo y regresar a su comunidad a enterrarla. Son las familias y las hermanas. Son todas las voces de aquellos y de aquellas que han permanecido cerca. Es la voz de quien va al centro de la Plaza Central y las recuerda y sabe que fue injusto lo que sucedió.
Pero es también un trabajo de Estado, sin identificar un solo punto de partida, sino varios, demasiados. Por un lado, todos los esfuerzos que apuntan a una atención calificada, al desmantelamiento de las redes criminales que operan dentro de los hogares. Y son también la pobreza y la violencia. Es disputar el Estado para que sirva a quien debe servir, proteja a quien debe proteger y castigue a quien mata, vende y quema por beneficio propio.
Mientras tanto, si hay alguien que me dice que las niñas eran delincuentes y rebeldes, si me dicen que se lo merecían, que bien está por hacer bochinche, muchos volveremos a decir que no hay razón que justifique vivir el horror. Ni el horror diario de ser maltratada, torturada y prostituida ni el horror de no hacer nada mientras 56 niñas estaban en un cuarto en llamas. Volveremos a decir —siempre— que no las olvidamos.
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