Entre sus episodios de iluminación provocados por el consumo de opio, el autor británico Thomas de Quincey, que tuvo la mala suerte de asistir a mi escuela secundaria hace dos siglos, escribió una enorme variedad de textos polémicos y mordaces. Uno de ellos, tal vez de los más celebrados, se llama Sobre asesinato, considerado como una de las bellas artes.
Por cierto, no es un momento apropiado para hablar en términos tan frívolos en Guatemala. La atrocidad en Petén del fin de semana pasado no fue una obra de arte, pero sí un acto de inverosímil crueldad, con claras intenciones de sembrar terror en la población civil y de incitar la rendición de los estamentos oficiales. Sin lugar a duda, fue un acto para el consumo público; tenía una grotesca inspiración paramilitar. De alguna manera, y es horrible decirlo, partía de una visión estética.
El título del libro de De Quincey era sobre todo irónico y provocador, parecido en este punto al maravilloso volumen de Nietszche Por qué escribo libros tan buenos. Pero bien, el corazón de la filosofía homicida de De Quincey se encontraba en unas reflexiones sobre el carácter de un asesinato cabal. Los resultados del crimen, la coartada del victimario, la impunidad frente a la justicia: todos estos eran, según el autor, valores menores, meras consideraciones operativas. La esencia de los asesinatos perfectos, mientras tanto, se encontraba en su capacidad de lograr el “propósito final del homicidio, considerado como una bella arte”: “limpiar el corazón por medio de la misericordia y el terror”.
Lo interesante del libro no es solo el humor con que el autor elabora sus delirios, sino la época en que el texto se plasmó. El año de publicación, 1827, coincidió más o menos con el comienzo de la época victoriana en la historia inglesa, y la extraña obsesión pública que conllevó y profundizó en temas macabros de muerte y mutilación. Un nuevo libro de la historiadora Judith Flanders, llamado La invención del homicidio (The Invention of Murder), trata en profundidad las dinámicas sociales de la época. Hubo unos casos de enorme brutalidad, recuenta la autora, y por supuesto, el siglo terminó con el baño de sangre entre los prostíbulos del barrio londinense de Whitechapel, obra del todavía desconocido asesino en serie Jack el Destripador.
Flanders, sin embargo, destaca los impulsos sociales que convirtieron los actos simples de barbarie en productos para el deleite popular. Uno, tal vez el más importante, fue la creación de una prensa popular que nunca lograba saciar el apetito de sus lectores para cuentos llenos de pavor. Además, empezó el proceso de profesionalización de la policía y, por último, la invención por parte de la ficción literaria del detective, ese ángel de la verdad que generó infinitas variaciones y mantiene, casi 200 años después, su omnipresencia en la televisión y el cine.
La verdad estadística, no obstante, indica que el nivel de violencia asesina sufrida por la sociedad victoriana era más bajo que en siglos anteriores, y siguió el rumbo descendente que el sociólogo francés Jean Claude Chesnais ha detectados en muchas otras sociedades desarrolladas (aunque con reveses ocasionales). En otras palabras, la celebración en literatura y prensa de la violencia coincidió con una diminución gradual, pero consistente en la exposición pública a la violencia en sus peores formas. “El homicidio es como escuchar a la lluvia sobre las ventanas cuando uno está sentado adentro”, dice Flanders. “Refuerza una sensación de seguridad, aun de placer, saber que el asesinato es posible, pero no aquí”.
Obviamente, el contraste con los efectos de la noticias de La Libertad, Petén, no puede ser más extremo. Nadie en Guatemala puede sentirse más seguro en sus hogares sabiendo los pormenores del caso. Nadie puede disfrutar del horror del incidente como si fuera un cuentito del escritor alemán Hoffmann para niños traviesos. Al mismo tiempo, nadie puede negar que toda la historia y experiencia de dos siglos de obsesión mediática y masiva con el crimen y la violencia extrema no han formado las condiciones, el ambiente mental, en que puede ocurrir un incidente de este tamaño y horror.
Por lo tanto, mientras los oficiales de seguridad, los políticos y los analistas tienen la tarea apremiante de buscar responsabilidades, y dar una respuesta efectiva y duradera, vale la pena también dirigirse a la estética de la masacre y meditar su significado. Parece, por la evidencia que tenemos, que en México y Guatemala, y particularmente en sus regiones periféricas, hay grupos criminales que quieren saturar las comunidades con pruebas de su capacidad ilimitada e histérica de dañar y destruir.
Pero la identidad de los fallecidos tenía poca relevancia. Fueron el saldo de una inversión por un grupo en la promoción de sus intereses criminales y corporativos. La estética, si hay que llamarla así, fue de un casual cataclismo, un turno de carniceros pagados por hora. Esta misericordia y terror no limpiaron ningún corazón.
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