Y acá estoy, caminando los últimos dos días, en una ciudad en que los tramos de esquina a esquina huelen a orines-incienso-grasa-cebollas, pero también huelen y saben a churros-chocolate-tamales-atoles. Una ciudad de todos los colores que, en apariencia, no es tan distinta de la nuestra, excepto claro, por la capacidad de generarnos memorias que guardamos desde la nariz.
Porque la nuestra es una ciudad que nos condena a un único aroma de «chica fresita» o de «auto nuevo». Una ciudad que para transitarla nos obliga a regalarle dos o tres horas de nuestro día, encerrados sudando adentro de un auto al que no podemos bajarle las ventanillas polarizadas en negro, porque el teléfono sería lo menos que podemos perder.
Una ciudad que es parte de un país que condena a otros a recorrerla, arriesgando la vida de la familia entera, sentada en filas de cuatro sobre una pequeña moto que transita en zig zag entre los autos, llenos de otros ciudadanos frustrados y forzados a tener dos ojos al frente, dos detrás y un par más a cada costado.
Un monstruo hostil que recibe buses viejos, cubiertos de gruesas capas de polvo y restos de combustible en el que alguien, con algún sentido del humor con trazas de agresividad le ha escrito con el dedo «laváme, coche» y en el que viajan, apretujadas, muchas almas que no siempre saben tender puentes con la que viaja al lado, porque es una lotería saber si es quien podría cortar la mochila con una navaja y sacar las escasas pertenencias que paga el salario mínimo o la reventa del día.
Una ciudad que es la entrada al inframundo y en la que –de nuevo el destino, en sus días menos benevolentes– , elige una de las múltiples cavernas que la ineptitud y desidia de las autoridades ha permitido que se formen y ¡zaz!, presiona el botón que rompe la delgada capa de asfalto agujereado y tierra y te manda, con todo y auto, al fondo del pozo y de tus días.
Y no es que ciudades como este enorme cuerpo vivo que visito en estos días no sean hostiles. No está el santo para los tafetanes de la glorificación a ojos de visitante, pero si para las reflexiones como la que hacía alguna historiadora local que presentaba un librito sobre Porfirio Cárdenas, sentada en una silla plegable sobre una acera, con una audiencia de doce o trece mexicanos sentados sobre otras sillas plegables: «no necesitamos dotar a los personajes que han formado la historia de nuestro país con capas de héroes, necesitamos verlos como lo que son: seres humanos».
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Y es eso lo que nos hace falta con urgencia. Ciudades a escala humana, gestionadas por funcionarios que –lejos de ser superhéroes a prueba de fallos–, tengan dos cualidades puntuales: respeto y vocación de servir a otros y, claro, capacidades técnicas para gestionar ciudades para la gente. No esperamos milagros, pero sí respuestas funcionales y valientes ante lo urgente.
Vamos, que no tengamos pánico de ser devorados por un colector sin mantenimiento, que podamos abordar un bus cada treinta o cuarenta minutos y poder leer un libro, escuchar música o charlar con el vecino mientras llegamos a destino.
Que no se autoricen cinco edificios por cuadra, sin control sobre el agua que absorben de los mantos freáticos y que tarde o temprano, nos condenará a todos a depender de depósitos, horarios y sobrecostos para llenar un vaso cuando tenemos sed.
Autoridades que piensen que un botón de pánico en los postes de las calles o ciclovías, como redes de conexión entre zonas, son necesarios antes que volver a gastar en pasos a desnivel que solo son útiles para quienes se embolsan la plata del contrato.
Ojalá –y mira que lo digo con el recelo de quien teme que la ciudad vuelva a elegir como lo ha hecho desde el 2004– esta vez, cuando votemos por un equipo municipal, lo hagamos pensando en nosotros mismos y lo que merecemos y no bajo la consigna que ya ha cobrado vidas y seguirá cobrando: «más vale lo viejo conocido».
Me voy a aprovechar el último día para andar kilómetros de calles con el teléfono en la mano –sin miedo–, y decidir si quiero hacerlo subida en un bus, tomando una línea de metro o caminando mientras en cada esquina, puedo conectarme al wifi para revisar el mapa y hacer más memorias en forma de aromas que colecciona mi nariz.
Bye.
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