El viernes enterramos a Luis, pero no la rabia

Tan de prisa que, cuando el domingo me dijeron que necesitaba mover un mueble, mi pensamiento primero fue llamarlo para pedirle que me ayudara a trasladarlo. La mente es ahora un grito suspendido en el espacio esperando que el último trueno después de la tormenta la tire a tierra. Pero en esta casa aún hay un diluvio que atravesar: mientras una parte del virus quedó guardado en una cripta del cementerio, otra parte amenaza con cortar la respiración de mi hermana asmática. Y el resto está afuera, regado por un país que es un mapa teñido de rojo, miedo y frustración.

El dolor todo lo rompe. Ya lo sabemos. Tenemos ritos funerarios para que cruce el cuerpo y la mente sin pulverizarnos. Pero el covid nos quita esa posibilidad. La muerte por coronavirus no es un ritual lento de aceptación de la pérdida. Es más bien un rally: en segundos el virus se instala en el cuerpo, en pocas horas se ausenta el oxígeno, en pocas más se descompensa un organismo funcional. Hay apenas unas horas, medio día, para reclamar un cadáver sellado en plástico, trasladarlo al cementerio, dejarlo ahí y volver a casa. La mente va con retraso. La mía ahora mismo sigue buscando la salida del laberinto.

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Pero la rabia sí llega. Sabe de inmediatez y entiende con claridad que hay muertes que no están justificadas. Ha tenido más de un año para cristalizar y se alimenta de hechos: en una crisis que puso a prueba los mejores sistemas de salud del mundo, nuestro pronóstico era catastrófico. Pero ocurrió un milagro y logramos 450 millones de dólares para atender la emergencia en un país de 16.6 millones de habitantes. Millones que quedaron transformados en canto de sirenas: hospitales, pruebas, dinero para amortiguar las pérdidas económicas por el cierre para evitar contagios. Vacunas. Mentiras. La rabia es sangre que golpea las sienes como un tambor de guerra. Mentiras, mentiras, mentiras. No hay hospitales, no hay oxígeno, no hay respiradores, no hay contención económica, no hay alimentos. No hay ni buenas intenciones.

Hay, sí, una mafia incrustada en el Estado. Una maquinaria de represión y de muerte que trabaja para beneficiar a la élite rapaz y a su creciente ejército de rémoras. Alimañas hambrientas que crecen monstruosas con los restos del banquete que les tiran bajo la mesa. Pero hay también una oportunidad única para un país dividido por el odio: una pandemia que nos somete a las mismas condiciones. Un lenguaje que nos cruza a todos y que nombra la dignidad que nos han arrancado. La unidad que se hace necesaria ante la amenaza de perder lo que amamos. Un chance para recordar que no somos tan distintos y empezar a buscar las coincidencias que nos alejen de eso que somos hoy: un ejército de figuras como la de Munch, estupefactas, inmóviles, bidimensionales. Con la boca abierta y un grito que parece siempre a punto de suceder.