Aunque elijo reservarme ciertos temas en lo público (los menos), tampoco es secreto que no comulgo del todo con esa visión y que muchas veces he arriesgado mi trabajo al escribir columnas o expresarme en redes sociales, no tanto por mis jefes directos (quienes me aceptan, estiman y aprecian tal cual soy, cosa que es mutua), sino por algunas autoridades superiores que varían de cuando en cuando y que tienden un poco más al fundamentalismo. Aun así, desde niño me he encontrado aprendiendo a encontrar puntos medios, a hacer las paces con no encajar del todo en mis ámbitos de cotidianidad, así fuera la colonia (donde yo era el patojo nerdito que no jugaba fut), el colegio (donde estaba becado y convivía con chavos y chavas con costumbres y posibilidades económicas y culturales muy distintas a las mías) o la universidad (donde era demasiado fresa para los jipis y demasiado jipi para los fresas), situación que hasta la fecha se refleja igual en el trabajo, en la familia, en el rollo, etc. Total, aclaro que, para mí, trabajar donde trabajo no es una contradicción, sino una parte natural de mi vida y de mi historia generacional y personal, donde a diario soy maestro y soy alumno. No soy hipócrita en la oficina, como no lo soy fuera de ella. No entré ya pensando como ahora pienso, pero aquí me quedé y, ciertamente, aunque quisiera (no quiero de momento), tampoco puedo darme de buenas a primeras el lujo de desechar mis ingresos salariales. Suelo aplicar mis aprendizajes en el ámbito personal a mis quehaceres laborales y viceversa.
Dicho eso, precisamente por tales circunstancias laborales entiendo perfectamente a los periodistas y presentadores empleados en medios cuestionables y cuestionados, sea por las líneas editoriales que manejan, por la publicidad que aceptan o sencillamente por la propiedad de los medios mismos. Tengo perfectamente claro que no solo se puede ser quien uno es estando donde sea, sino que incluso la voz disidente es necesaria donde lo considerado normal es, precisamente, lo opuesto. También comprendo que, en circunstancias sorpresivas o al menos inesperadas o imprevisibles, la autorreflexión sobre lo que ocurre lleve tiempo, aunque la confusión sí opere automáticamente, propiciando que uno esboce argumentos que luego recule. Sin embargo, tampoco creo que ciertos periodistas —se me ocurre Paola Hurtado, por ejemplo, que ha sido, si no la más vocal, una de las más vocales con todo este lío de Archila—, precisamente por ser periodistas, no están en posición de hacerse ni los persignados ni los desentendidos. No les cabe ese lujo. Es imposible que con sus trayectorias muchos de ellos no sepan que, en efecto, su trabajo forma y moldea opiniones y que, aun con la bandera de la no censura, haya temas que casualmente en donde trabajan se tratan menos o se tratan más o sencillamente no se tratan. Es imposible que los rumores que desde hace mucho circulan sobre los vínculos de Archila con el extractivismo minero no hayan llegado jamás a sus oídos y que la manera en que ese asunto ha sido tratado en sus medios no dé lugar a dudas. Digamos que no pueden sentirse en la misma posición que un perito contador que trabaje allí mismo porque ciertamente no es lo mismo. Digamos que su responsabilidad es bastante más clara, bastante más obvia, y que mejor les haría no decir nada que decir cosas que, aunque a sí mismos les suenen sinceras —el autoengaño es poderoso innegablemente—, los hacen quedar peor y poner en entredicho no solo su profesionalismo, sino hasta su sensatez y, de paso, hasta su cordura.
Apoyo a quien merezca apoyo, garrotazo a quien merezca garrotazo. Poco a poco pareciera que el 13 Baktún va cumpliendo su promesa de partir las aguas y revelar tierras nuevas, repletas de caminos en potencia.
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