Hoy, a diez siglos de distancia, los europeos medievales nos resultarían groseros y violentos. ¿Cómo cambiaron y por qué importa? En Los ángeles que llevamos dentro, Steven Pinker cita el argumento que Norbert Elias usó para explicar cómo y por qué Europa se volvió paulatinamente menos violenta. Elias hizo una observación clave: cuando los feudos europeos se consolidaron en reinos más grandes, perdió sentido para los reyes que sus nobles —hoy los llamaríamos oligarcas, caciques y capos— continuamente hicieran guerra entre sí. Mientras anteriormente las pérdidas para un noble eran ganancias para otro, al consolidarse el poder y la propiedad, el rey perdía siempre que había guerra entre partes de sus dominios.
Así, los monarcas comenzaron a imponerles buenas maneras a sus súbditos, empezando por los más encumbrados. Nobleza se tornó sinónimo de refinamiento, y todos debieron seguir normas más gentiles en el trato diario. El reto en esto fue que, en algún momento, alguien debió decirle a una generación de adultos groseros y violentos que a partir de entonces no se toleraría la vulgaridad, que no podría seguir la violencia cotidiana.
Surge entonces una cohorte de libros de etiqueta para señalar las muchas conductas proscritas. Pinker los cita por llamativos y copio algunos ejemplos: «no ensucies gradas, corredores, armarios o cortinas con orina y otras porquerías»; «no te suenes la nariz con el mantel»; «no escupas tan lejos que luego no sepas donde cayó el escupo para machucarlo»; «no metas la cuchara en tu boca y luego en la fuente»; «no apuntes con el cuchillo a tu vecino en la mesa».
Hoy parecen instrucciones para niños de tres años, pero primero estuvieron dirigidas a adultos crecidos y maduros. Con el paso de los siglos, las conductas deseadas se incorporaron a la costumbre y comenzamos a aprenderlas del ejemplo desde muy pequeños, solo a veces de forma explícita: «¡No, nene! ¡No se suene la nariz con el mantel!».
El rodeo histórico viene muy al caso porque explica lo que pasa hoy en Guatemala. Los jueves de Cicig son nuestra versión tropical del libro de etiqueta: un esfuerzo por educar a una generación de adultos —empezando por los más poderosos— en conductas que en otras latitudes se aprenden en el kindergarten. Una escuela de justicia para aristócratas y plebeyos que de chicos no aprendieron justicia.
Esas tempranas generaciones europeas habrán odiado la etiqueta. ¿Qué se le metió al rey? ¿Por qué no sonarnos la nariz con el mantel si siempre lo hemos hecho? Igual aquí. Hace unos años le tocó a Ríos Montt, señor de la guerra, enfrentar perplejo una justicia que le pedía cuentas. Ahora lo hace con el señor de la paz. Pobre Álvaro Arzú. Su estado psicológico será la perplejidad aun antes que el enojo. Irrumpe en la conferencia de prensa y lo mandan (un extranjero y una mujer, para más inri) a hacer fila igual que los demás. Y aun así no consigue intimidar ni ser oído. Corre entonces a su feudal palacio de la loba a refunfuñar: «¿Por qué no sonarme la nariz con la ley si siempre lo he hecho?».
Detrás de él va una fracción de la sociedad. Los valores y las conductas de los nobles medievales también eran compartidos por sus siervos y villanos, por el cura de su feudo. Cambiar a aquellos significó también enfrentar la resistencia de estos. En nuestro caso, somos una sociedad entera que es arrastrada, no por un extranjero, sino por la historia, a salir de nuestra vulgaridad violenta y arbitraria y entrar a la modernidad.
Para los europeos, a la larga, la apuesta valió la pena: de tener hasta 100 homicidios por cada 100 000 personas en la Edad Media, para 1950 tenían menos de 1 homicidio por cada 100 000 personas[1]. La imposición de las buenas maneras en la vida cotidiana aportó un elemento clave para conseguir y sostener ese logro.
Este es el cómputo prospectivo que hoy enfrentamos nosotros. Es pesado, estando ya grandecitos, aprender el respeto a la ley por todos y en todo. Pero los réditos son también para todos. En el corto plazo y a regañadientes debemos rechazar el infierno normalizado que es Guatemala. Pero, en un plazo un poco mayor, nuestros hijos y nietos ya no tendrán que vivir como siervos en la finca de Arzú. Podrán crecer —quizá para siempre si les enseñamos con el ejemplo— en una sociedad justa, segura y feliz.
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