La última ronda de trastadas de Morales aclaró el mensaje: aquí no se vale tener esperanza. La Guatemala liberal será gobernada eternamente por mentirosos corruptos y, además, ¡vendepatrias! Tendremos para siempre al Cacif, pacato y cobarde, guardián de una economía para pocos. Sufriremos perpetuamente un Ejército que jamás en memoria viva ha sabido combatir, excepto a la ciudadanía.
Aquí lo único que crecerá será el cementerio de la esperanza. El rastrero Degenhart ha suscrito en la Casa Blanca un acuerdo que garantiza que Guatemala no solo matará la esperanza de sus ciudadanos, sino ahora también la de otra gente. Morales se ha comprometido a matar la esperanza de cualquiera que, desde el temor o la ilusión, persiga el sueño americano: ese sueño que cada vez más es pesadilla.
Con ese arreglo solo prosperarán los contratistas del Gobierno estadounidense dispuestos a montar centros de detención para migrantes. Imagínelo: empresas estadounidenses de manejo carcelario aliados con policía privada de corruptos retirados del Ejército. Se van a llevar espléndidamente, y una cosa es segura: si se cotizaran en bolsa, hoy las acciones de hijo de puta irían para arriba. No en vano desde el Cacif prefieren el acuerdo con Trump.
Aun así, hay dos personas que se desvelan por ser el nuevo caporal de este yermo. Hay dos personas que los mismos dueños de la finca ya autorizaron, que ante tanto desvarío no han condenado con firmeza, sino que solo ofuscan, evaden y buscan votos y alianzas. Sandra Torres y Alejandro Giammattei están claros: quieren heredar —más bien continuar, extender y mejorar— este infierno.
¿Cómo es posible que todo el que puede huye del país y que aquí haya gente que, dadas esas condiciones, centre su atención en controlar el Gobierno? No me diga que es amor a la patria, que con los inocentes acabó Herodes. Y esos dos hace tiempo que abandonaron los pañales. Esto es lo que quiero que entienda, que traduzca en acción. Porque la pregunta no es qué hacen los ingratos que tienen el poder ni los que quieren tenerlo. La pregunta es qué haremos usted y yo.
Por eso hoy apuesto a que Plaza Pública alcanza a una proporción importante de personas que, como cada cuatro años, enfrentarán la oportunidad y el dilema de trabajar para un nuevo gobierno. Me refiero a usted, querida lectora, querido lector.
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Me explico. En este país sin servicio civil efectivo, la apuesta de los políticos es que siempre habrá una reserva de técnicos que les saque la tarea. Aun hoy, cuando nos gobierna un incompetente, hay expertos que hacen funcionar la máquina del Ejecutivo mientras aquel y sus adláteres se ayuntan con Trump para entregar cualquier resto de dignidad. Buenos, malos o mediocres, igual siguen funcionando ministerios y cientos de unidades técnicas de la administración pública. Y en menos de tres semanas, tras las elecciones, comenzarán las llamadas a una nueva camada para ofrecer un puesto. «La patria te necesita. Es tu oportunidad de hacer una diferencia», dirán.
Es un canto de sirena recurrente desde los gobiernos militares, pasando por la vuelta a la democracia, el ascenso del neoliberalismo y el descenso a la corrupción, hasta la traición de Morales. Es una boca hedionda que mastica y escupe gente buena cada cuatro años. Y cada vez es menor la capacidad de hacer bien y mayor la probabilidad de perder personalmente. Cada vez hay más certeza de que lo único que se hace es legitimar el gobierno de la gente más vil. Por eso lo urjo: si tiene opción, no trabaje para el siguiente gobierno. No importa si gana Torres, que con cinismo dice querer cosechar una «reserva moral» para combatir la corrupción. No importa si gana Giammattei, que no pasa de alegar que las soluciones salen del extremo operativo de una pistola.
Resumo, insisto. Si hace falta, trabaje con el siguiente gobierno. Al fin, hay mucha gente necesitada. Pero, si tiene opción, no trabaje para el siguiente gobierno. Hay demasiado que hacer afuera: armar alianzas, protestar, denunciar, activar la política ciudadana. Con urgencia debemos desmontar la pesadilla que llamamos Guatemala, de la que solo van quedando las últimas dos sílabas. La esperanza no pasa por ese engendro de liberalismo decimonónico, podrido y agónico, como para perder más tiempo legitimándolo. Entremos al bando de los buenos y construyamos algo nuevo.
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