Casi todos, seguramente, arrastrando el indoctrinamiento y las deformaciones de un sistema educativo que lo último que pretende formar son seres libres, pensantes y críticos.
En estos días me he preguntado si yo habría tenido, en el lugar de una estudiante normalista, las agallas de organizarme con otros y defender una postura común frente a una modificación que afectara mis posibilidades de terminar el colegio, o que aplazara mi urgente necesidad de trabajar para no ser una carga económica.
Los estudiantes están teniendo el coraje de tomar el control de sus propias voces, lo que me parece una enorme ganancia en el seno de esta sociedad tan conservadora y anquilosada. Su rebeldía se está presentando como peligrosa, porque da al traste con el perfil de maestros que el sistema educativo pretende formar. Peligrosa, porque además es un germen que puede ser contagioso.
El último enfrentamiento entre policías y estudiantes nos muestra las enormes paradojas del “diálogo” sobre la educación: las diferencias se zanjan a garrotazos y pedradas, y el diálogo sobre la que se supone la herramienta para construir ciudadanía para la paz, comienza y acaba en las minúsculas posiciones de funcionarios que justifican su prepotencia culpando a los estudiantes de la violencia que reciben.
El gobierno se niega a entender que la protesta y la participación son derechos, no privilegios; que su propuesta de reforma no es una “concesión magnánima” escrita en piedra, sino que es un proyecto escrutable, revisable y criticable; que las acciones de los grupos con los que se confronta deben evaluarse a partir de las graves dificultades que estos han enfrentado para acceder a los foros públicos.
Es cierto que para juzgar los conflictos sociales debe evitarse el maniqueísmo, y que la realidad no se pinta en blanco y negro. Por ello vale preguntarse cómo deben jugar las variables de historia y contexto alrededor de los grupos en resistencia. ¿Se puede juzgar por igual la protesta, eventualmente disruptiva, de grupos excluidos históricamente del reparto de la riqueza y de la garantía de derechos mínimos, que la de otros grupos socialmente “mejor integrados” que se expresan en códigos distintos (los camisas blancas, por ejemplo)? ¿Qué códigos de comunicación deben regir para evaluar la necesidad de violencia por parte del Estado, los códigos del ministro López Bonilla, los de la ministra del Águila? ¿Se puede tener criterio para juzgar la “peligrosidad” de los patojos, desconociendo por completo el contexto del que vienen? ¿Qué criterio determina que la vida e integridad de una ministra “rescatada” sea más importante que la de un grupo de estudiantes apaleadas indiscriminadamente? ¿De quién es la mano que dibuja las fronteras entre legalidad y legitimidad en este reino de la impunidad? ¿Se vale esperar actitud democrática de una ciudadanía que nace y crece en la zozobra y la lucha por la sobrevivencia, y que se enfrenta a la violencia sistemática de su propio gobierno?
Hay un quiebre social enorme, una lectura clasista del derecho y la justicia que es ineludible en este análisis, como en el de las manifestaciones indígenas y campesinas: los patojos tiran piedras y eso constituye violencia y delito; pero los patojos reciben palos y pedradas y eso es seguridad y orden público. Los patojos piden diálogo y participación y eso es intransigencia, no su derecho; mientras que el gobierno se asoma al diálogo de mala gana y armado hasta los dientes, y eso es benevolencia, no su obligación. En un escenario tal, la ministra se declara ofendida y los patojos son unos vándalos. Y no hablo de meras sutilezas, sino de un discurso lentamente absorbido por todos nosotros gracias al soporte de los medios de información, que desde hace semanas vienen presentando a los estudiantes como criminales. Ojo, que en cuanto la normalizamos, esa violencia silenciosa puede ser más peligrosa que los mismos garrotes.
El gobierno continúa apostando por el camino seguro hacia la deslegitimación y la pérdida de autoridad. Yo me pregunto ¿cómo vamos a evitar que el uso indiscriminado de la fuerza empobrezca nuestras ya precarias libertades democráticas? ¿Cómo vamos a evitar el retorno de lógicas militaristas que deriven en nuevas formas de despotismo? ¿Es posible dialogar desde “mecanismos jurídicos” con un poder harto ilegítimo, con un poder incapaz de controlar su propia ira, su propio despotismo, su propia bravuconería?
¿Quiere el gobierno hablar de diálogo con los estudiantes? ¿Queremos nosotros un debate público robusto para la solución de conflictos? Partamos entonces de considerar quiénes han participado hasta hoy en ese debate, en qué condiciones y con qué posiciones. Partamos de considerar que una inmensa parte de la sociedad ha sido no solo marginada, sino bloqueada para exponer sus demandas y sus puntos de vista en la esfera pública. Partamos de un indispensable sentido de reparación política para los históricamente ausentes. Consideremos que esa reparación implica admitir que los ideales públicos de lo bueno, lo malo, lo legal y lo ilegal, han sido definidos de manera elitista y autoritaria. De lo contrario, no digamos que hablamos de diálogo.
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