Siempre había lugar para alguien más y como había sido en las generaciones anteriores, a las visitas se les recibía de forma amable, se compartía lo que había, fuera mucho o poco, y se les curaban las heridas cuando era necesario. Porque sí, porque así nos enseñaron y lo seguíamos practicando.
Y no, no voy a romantizar la historia de nuestra familia. Como la de la gran mayoría, la nuestra no fue fácil. Atravesamos rachas difíciles, se vivieron guerras, crisis políticas y económicas, peleas internas, expropiaciones y disputas familiares por herencias, engaños, traiciones, duelos. ¡Uy! Si les contara. Bueno, en definitiva, creo que ustedes saben la historia de la familia. Y a pesar de todo supimos lidiar con todo eso.
Pero últimamente, la casa fue tomada y saqueada. Sabíamos, como sabían los personajes de Cortázar, que nos acechaban, nos acorralaban, nos dejaban cada vez menos espacio. Se apropiaron de lugares que antes eran nuestros. Empezaron donde solíamos reunirnos, la mesa grande donde nos sentábamos a deliberar, intercambiar opiniones y llegar a acuerdos. Y no pararon, después fueron por todo lo demás. Invadieron el espacio que solíamos usar para el esparcimiento, se robaron nuestras rosas y geranios, la comida, los libros, nuestra memoria y recuerdos familiares. Hasta los medios que usábamos para informarnos nos quitaron.
Quisimos dar la batalla, protestamos, alegamos con título de propiedad en mano, pero no les importó. Y ahora, allí están usando nuestros sillones, lo poco que queda de todo lo que se han robado. Se ríen a carcajadas de nuestros vanos intentos por recuperar lo nuestro, nos miran con gestos amenazantes a veces, burlones otras. No sé qué me molesta más, si el adueñamiento o su risa cínica. O ambos.
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No sé, reitero, que me molesta más, si su cinismo, su robo o nuestra imposibilidad de encontrar recursos para enfrentarlos. Todo fue tan ominoso, tan explícito y descarado que no supimos qué hacer. No necesitaron fusiles o armas, tampoco sigilo, antes de llegar esparcieron rumores, crearon una atmósfera pesada y turbia a nuestro alrededor, nos calumniaron, cuestionaron nuestra credibilidad, nos aislaron. Para cuando llegaron a la puerta ya toda la cuadra les había creído sus cuentos. Poca gente nos defendió y tampoco escucharon sus reclamos.
Sembraron el miedo, la desconfianza y el descrédito. Y con eso fue suficiente. Nos fuimos y en medio de nuestra angustia e impotencia ni siquiera nos dio el tiempo para tirar las llaves por la alcantarilla.
Nuestra casa está en el mismo lugar de siempre, más raída y lúgubre, con rajaduras en las paredes y los vidrios sucios de las ventanas. El jardín es un páramo y los libros están en el sótano, humedeciéndose. Sigue ahí, en ruinas. Pero hoy, como en el cuento, está habitada por quienes la han invadido, quienes pretenden, también, adueñarse de nuestra historia y porvenir. Nosotras y nosotros estamos afuera, en la calle, casi en penumbras, sin lugar donde guarecernos. Pretenden que guardemos silencio, que vivamos con miedo, que no cuestionemos sus desmanes y lo que han hecho con todo lo que nos pertenecía.
Pretenden y simulamos.
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