Más allá de una conmemoración que empieza a sentar costumbre, ¿qué más podemos hacer?, me pregunta un amigo respecto al legado de la Revolución de Octubre, sin demeritar el valor que comporta la conmemoración en tanto resignificación del imaginario político guatemalteco. ¿Hay algo más que recordar las veneradas conquistas sociales de la Revolución de Octubre?
A mi criterio, sí lo hay: rescatar el pensamiento político de dicho momento histórico, lo cual no es un ejercicio novedoso. El pensamiento de la modernidad de Octubre como praxis política sucumbió con las primeras olas de terror del partido de la violencia organizada, con los agraristas en el oriente, con los estudiantes de 1962 y, más tarde, con los que, como Colom Argueta, creían aún en la vía institucionalista.
Como experiencia inédita en términos de inclusión social en una Guatemala que a mediados del siglo XX seguía siendo una sociedad de señores y siervos, revolucionó la comprensión normativa del Estado en esta sociedad conservadora y de rígidos estamentos verticales. El pensamiento revolucionario cuestiona la subjetividad hegemónica del Estado cafetalero como modelo de poder político concentrado de carácter poscolonial. En contra de las relaciones discrecionales que decidían la economía, el gobierno y la forma del Estado nación misma, se gestaba así una sociedad acorde a los nuevos vientos de emancipación que soplaban alrededor del mundo a mediados del siglo XX, sintetizados en el discurso de las cuatro libertades de Roosevelt.
La Revolución de Octubre llevó incardinado en su narrativa dicho ideario político: la libertad de palabra, la del respeto a las creencias individuales, la de ser libres de la necesidad y la libertad del temor, siendo estas dos últimas esenciales e instrumentales para la consecución de las dos primeras, pues solo los sujetos libres de la necesidad pueden dejar de temer y por ello ser libres de ejercer la libertad civil.
Ese ideario de sociedad libre, contrapuesta al autoritarismo, quedaría encarnado en el ideal de nación plasmado en buena parte de los discursos de Juan José Arévalo y de Jacobo Árbenz. En el discurso de toma de posesión de este, de hecho, es inevitable identificar los ocho puntos de la Segunda Carta de Derechos de Roosevelt.
Pero la realización de esas libertades no podría ser posible sin abolir, como ya lo habían argumentado los socialistas por 1848, el poder oligárquico espartano que el capitalismo industrial había traído consigo (de la Esparta y su república de ilotas: siervos legalmente libres, pero que dependen y viven a merced de la voluntad ajena). Mientras hubiera guatemaltecos que tuvieran que pedir permiso a otros para vivir, las promesas de la democracia liberal no serían muy diferentes a las de la democracia lacedemonia. Romper con la república de ilotas significaba transformar las relaciones de producción vigentes en el agro, romper los grandes monopolios de los transportes y la energía.
Pero se enfrentaban no solo a un poder económico, sino a una visión estamental arraigada en la sociedad. El decreto 900 era el ariete que conmocionaría intencionalmente dicha estructura estamental. No era un fin en sí mismo, sino el medio para la transformación de las jerarquías sociales. Su carácter de revolución antioligárquica y republicana se refleja en su intención de forzar la extinción del ilotismo:
De ahí que nuestro proyecto haya encontrado la tenaz resistencia de algunos sectores que se verán afectados por la reforma agraria, porque les expropiará la parte de la tierra que no tienen cultivada o que no se cultiva por su cuenta y porque tendrán que convenir en nuevas relaciones con los trabajadores del campo.
Discurso presidencial sobre la reforma agraria, 1952
La piedra angular del nuevo contrato republicano radica en ese «tendrán que convenir en nuevas relaciones con los trabajadores del campo». La reforma tiene un carácter instrumental como correctora de las asimetrías patrimoniales que fundaban la servidumbre en el agro guatemalteco al posibilitar que individuos materialmente libres pudieran entablar relaciones como iguales frente a los patrones. Rompía así la verticalidad estamental hegemónica hasta sus cimientos.
La vigencia del pensamiento político de la Revolución de Octubre va más allá del valor instrumental de sus conquistas sociales. Reside, más bien, en su carácter de proyecto antioligárquico, que intencionadamente rompía el monopolio del poder discrecional a través de la construcción de una sociedad de individuos libres y productores de sus medios de vida y, por ende, de autonomía, no muy diferente a la democracia de propietarios de Jefferson o a la de los productores libres del Marx del Programa de Gotha, es decir, al de la república sin ilotas que clamaba Blanqui: sin personas cuya vida y cuya subsistencia dependieran del arbitrio y el capricho de otros.
Este ideal republicano antioligárquico es el legado clave de la Revolución de 1944, incluso si el período posterior significó una restauración de dicho poder discrecional y arbitrario, donde lo político, el sistema de justicia y lo económico se encuentran hasta hoy concentrados fuera del control real de los ciudadanos. Puede ser un instrumento de deconstrucción de la hegemonía conservadora presente. Hoy, cuando el Estado y el modelo de desarrollo están colapsados gracias al fracaso del poder tradicional en crear una sociedad inclusiva y libre, sigue siendo el referente de horizonte político que bien valdría la pena retomar en la coyuntura actual, en la cual se piensan y debaten reformas a este modelo caduco de nación.
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