“Que los dulces sueños no te dejen dormir, Daniel Ortega”, escribí bajo una fotografía del comandante sandinista en una escena potente de 1979. Ortega está sentado en una silla de madera tallada, señorial, de esas sillas que emulan los tronos de la iglesia y los reyes católicos y que fueron muy populares en la domesticidad centroamericana. La foto es potente porque demuestra la ruptura con el antiguo régimen somocista, es una burla, incluso, de los símbolos sagrados de las élites centroamericanas, la escena es una ruptura, se puede afirmar si se piensa en clave de 1979. Pero la foto es una continuidad. Y ocurre ahora mismo.
Daniel Ortega es por SÉPTIMA VEZ candidato a la presidencia de Nicaragua por el Frente Sandinista para la Liberación Nacional. Es presidente de Nicaragua por tercera vez; su primera vez mediante elecciones fue en 1984 y volvió a la presidencia en 2006. Desde entonces, no lo suelta. Parece que pronto iniciará el cuarto periodo, pues hace algo más de una semana invalidó a la oposición en el parlamento y con ello neutralizó, para su bien, el poder legislativo. Lo que hizo Ortega no es nuevo, pero vale la pena decir que se normalizó como una práctica de la cultura política centroamericana -calificada entonces como tiránica- en las décadas de 1930 y 1940. Por eso me interesa anotar el uso de la Historia en los discursos orteguistas: nos demuestra algo que ya sabíamos, la izquierda suele manosear a la Historia para su conveniencia, pues la narrativa de la izquierda, al menos en Centroamérica, ha construido unas genealogías bastante útiles para asumirse en el poder al estilo dinástico de los reyes medievales, esos que se sentaron en tronos de oro y terciopelo.
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Entre 1930 y 1940, Jorge Ubico en Guatemala; Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador; Tiburcio Carías Andino en Honduras; y Anastasio Somoza García en Nicaragua; se perpetuaron en el poder a través de prácticas bastante parecidas a las que está aplicando Ortega en estos días. A través de reformas constitucionales o creación de nuevas constituyentes, los presidentes militares, los generalotes, podrían ser elegidos como presidentes, ¡de nuevo! y ¡de forma democrática! Por eso es que yo pregunto en qué se diferencian las prácticas de Ortega y Somoza padre. ¿Cuántas veces se habían reelegido -con sus respectivos matices por procesos nacionales- los presidentes militares en Centroamérica cuando se originó la ola revolucionaria de 1944? Cuatro veces. Ortega, que ya va por la tercera, toma buen ejemplo y mira hacia la historia para repetirla, pero sin sabiduría, como se espera. Está dispuesto, me parece, a repetir los errores y la crueldad.
A los intelectuales orgánicos de izquierda les encanta Antonio Gramsci. A mí también. Los Cuadernos de la cárcel se me hacen tan luminosos como para los católicos y los evangélicos la Biblia. En ellos es donde encuentro luz para mirar con nuevos ojos estas izquierdas centroamericanas nacidas como guerrilla y erigidas como gobierno a partir de la institucionalización en partido político. Gramsci escribió con claridad la relación que hay entre posguerra y hegemonía. Su mirada estaba sostenida en la primera gran guerra y en algunos conflictos nacionales, pero me parece que viene bien para intentar situar y reflexionar lo que está pasando en Nicaragua:
El ejercicio “normal” de la hegemonía en el terreno que ya se ha hecho clásico del régimen parlamentario está caracterizado por una combinación de la fuerza y del consenso que se equilibran, sin que la fuerza supere demasiado al consenso, sino más bien que aparezca apoyada por el consenso de la mayoría expresado por los llamados órganos de la opinión pública. Entre el consenso y la fuerza está la corrupción-fraude, o sea el debilitamiento y la parálisis provocada al antagonista o a los antagonistas acaparándose a sus dirigentes… (Cuadernos, tomo I, 124-125)
Lo que plantea Gramsci está pasando en la izquierda misma, ya no se sabe si socialista. Cuando quienes luchan contra el poder, contra la hegemonía, se convierten en sus principales artífices el camino que nos queda nos conduce a la corrupción. No hay, al menos desde el FSLN de Ortega, una posibilidad de contrahegemonía. Porque el FSLN es un precisamente eso: el partido de Ortega, un partido “personalista”, sobre lo que también ha reflexionado Gramsci: “los partidos personales estarían basados en la protección concedida a inferiores por un hombre poderoso” (Cuadernos, tomo I, 268). El FSLN actual parece más bien una secta donde la disensión no es permitida sino purgada. Estamos ante la serpiente que se come la cola con placer. Yo creo que entre los diversos socialismos, el gramsciano presenta los valores de justicia, equidad y libertad que varios añoramos, por Gramsci y no por los remedos del FSLN y el FMLN es que algunos podemos pensar en clave socialista. Me parece que, desde el utópico hasta el gramsciano, el socialismo es también un sistema lúcido e incluso hermoso para pensar al mundo occidental de los últimos dos siglos, pero es la vez el más terrible, el más manoseado y el más resquebrajado en sus representaciones. Ortega representa una cachetada interminable que hace que creer en la izquierda se parezca cada vez más a creer en la Virgen de Guadalupe: una creencia fácilmente desmontable que hiere corazones y hace perder la esperanza.
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La primera vez que viajé a Nicaragua fue hace más de 10 años. Era una jovencita cautivada por la lucha de Sandino. Fui a Tiscapa a rememorar la revolución, me paré frente a esa enorme escultura de Sandino que, desde el cerro, vigila Managua. No había leído la correspondencia de Sandino ni su pensamiento, el Sandino que conocía era el que había sido construido por el FSLN para sostener teleológicamente la revolución de 1979, como esa escultura: un Sandino a la medida de quienes necesitaban canjear y jugar a través de su figura. En Tiscapa también vi la escultura de la República, y me impactó más. Era una figura de mármol blanco, de ese estilo grecorromano al que los románticos que construyeron las repúblicas latinoamericanas del siglo XIX recurrieron repetidamente para darnos una identidad iconográfica. Me impactó más que Sandino: la República estaba descabezada. Pregunté por qué no la habían restaurado, la guía me respondió: “Representa la caída de la dictadura de los Somoza”.
Desde entonces, la República de Nicaragua está descabezada.
La construcción alegórica de las narrativas del sandinismo del FSLN es encomiable en el sentido de que sus discursos realmente lograron crear un discurso de identificación común, de hacer que la Historia tuviera sentido para muchos o casi todos. El problema más grande al que nos enfrentamos es a ese uso sucio de la Historia, común, como dije arriba, en las construcciones de las tradiciones políticas. Esa misma manipulación discurso es el que ha permitido que Ortega se convierta en un cuarto Somoza, más parecido a Anastasio padre que a Tacho o Luisito, y aun así consiga que quienes dieron su vida y su familia por el FSLN sigan votando por él.
Pero hay una salvedad: Si Daniel Ortega usa a la Historia para apoltronarse (“La revolución Sandinista está más viva que nunca”, dijo recientemente) la Historia puede destronarlo.