Desde el supuesto teórico del estado de naturaleza, cualquier liberal debe reconocer que hay prácticas inherentes y anteriores a la construcción del pacto político. Estos aspectos son fundamentales para la construcción de la identidad colectiva que nutre la esencia de la comunidad política. Quizá sea más difícil notarlo en el debate sobre el pluralismo jurídico (referido a las prácticas de los pueblos originarios), pero cualquier lector no amateur de John Locke sabe muy bien que él era escocés (de las tierras bajas) y que como tal es imposible que no haya considerado en su teorización la brutalidades históricas que los escoceses sufrieron a manos de la corona británica. Los elementos constitutivos del contrato en Locke lo distinguen claramente del liberalismo estatal de Hobbes (nada cabe fuera del Estado y, además, se obliga al contrato por la fuerza) y del liberalismo spenceriano. Por lo tanto, en la visión de Locke, en ese transitar pacífico y de consenso hacia el contrato político, estas prácticas legítimas pueden perfectamente catalogarse como derechos anteriores e inalienables. Y, por lo tanto, deben reconocerse como parte del pacto. Punto final.
No hay que darle tantas vueltas. Cualquier liberal honesto sabe el peso que la tradición consuetudinaria tiene en la tradición liberal. Lo que pasa a veces es que no es lo mismo referir a una tradición de derechos ancestrales en comunidades euroccidentales que hacerlo en el caso de los pueblos originarios. Yo no veo mayor diferencia entre la leyenda de Bonny Portmore[1] (el gran roble de los bosques irlandeses que fue talado para construir barcos de la marina británica) y la defensa que las comunidades realizan sobre su territorio ancestral.
Cuestión de color aparte, al menos un liberal lockeano no tendría problemas en aceptar dichas prácticas ni la necesidad de su reconocimiento, pues son legítimas. Otra vez, ser demócrata y liberal es, ante todo, ser tolerante de las diferencias y de los derechos propios de las minorías. La denominada Ilustración escocesa no fue una herencia precisamente de una cosmovisión hegemónica, dicho sea de paso. Ser liberal significa que el otro tiene derecho a existir y a ser representado políticamente. Y ser liberal significa también tener la madura tolerancia de aceptar otras formas de hablar, amar, practicar la devoción religiosa y, por qué no, resolver conflictos. A diferencia de la imposición jerárquica de identidades en los proyectos de corte marxista, en la democracia liberal el sujeto se responde personalmente la cuestión de identidad: la clave es la existencia de un árbitro imparcial. ¿Por qué aceptar diferencias (que en ocasiones se presentan como privilegios)? Bueno, los liberales políticos, además de tolerantes, también son solidarios: reconocer lo que ya existe (y que no daña a nadie) es un acto de justicia.
Ahora bien, en términos de argumentación no normativa, sino procedimental, el análisis comparado es fundamental. Implementar este reconocimiento de práctica jurídica no es una receta para la fragmentación nacional ni para imponer una cosmovisión sobre ningún grupo.
Veamos rápidamente dos casos.
En el caso de Colombia, el artículo 246 de la Constitución Política establece lo siguiente: «Las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a la Constitución y a las leyes de la república. La ley establecerá las formas de coordinación de esta jurisdicción especial con el sistema judicial nacional». Si se entiende que la práctica ya existe, que solo es aplicable a miembros reconocidos de la comunidad y que no es contraria a los derechos humanos, el Estado central no tiene problema alguno en reconocerla. En la ley ordinaria (de hecho, como sucede en Colombia) se estipula cuáles delitos quedan exentos de este tipo de jurisprudencia (por lo general, delitos violentos, de narcotráfico o conectados al narcotráfico). La clave, entonces, no es tal debate (si hay o no legitimidad de una práctica), sino cómo trazar las distancias entre lo comunitario autónomo y el Estado central.
Otra caso, México, que ya reconoce el pluralismo jurídico indígena. Lo que no es poco decir en un Estado que históricamente ha impuesto por la fuerza el mito de la identidad mestiza. La Constitución mexicana establece, en su título III, lo siguiente: «Artículo 4. Los pueblos y las comunidades indígenas tienen derecho social a determinar libremente su existencia como tales y a que en la ley y en la práctica se les reconozca esa forma de identidad social y cultural. Asimismo, tienen derecho social a determinar, conforme a la tradición de cada uno, su propia composición y a ejercer con autonomía todos los derechos que esta ley reconoce a dichos pueblos y comunidades». Notemos además el artículo 19: «Los pueblos y las comunidades indígenas tienen derecho social a mantener y desarrollar sus propias identidades, incluyendo el derecho a identificarse a sí mismos y a ser reconocidos como tales».
En términos de la aplicación concreta de la justicia con relación a las tradiciones, el sistema federal mexicano ha permitido que las constituciones de cada entidad federativa con población indígena hagan ese reconocimiento. Veamos, en el caso del estado de Chihuahua, el capítulo II de la Constitución estatal: «Artículo 8. En todo juicio civil o penal, si una de las partes es indígena, las autoridades tomarán en cuenta sus usos, costumbres y prácticas jurídicas». Nada diferente de lo que sucede en Guatemala. Pero en las siguientes líneas del mismo artículo se lee algo fundamental: «En la represión de los delitos cometidos en las comunidades indígenas entre miembros de un mismo pueblo se respetarán los métodos e instituciones utilizados tradicionalmente por el pueblo de que se trate. La ley establecerá todo lo relativo a las competencias, jurisdicciones y demás que sea necesario para dar cumplimiento a este precepto».
Esta misma estructura de artículos se aplica al menos en otros 12 estados de la república mexicana. México no se ha fragmentado ni vive un delirio jurídico. Al igual que en el caso de Colombia, se reconoce la práctica comunitaria ancestral que no viola derechos humanos. Y, de la misma forma, en la ley ordinaria se tipifica para quién es aplicable la jurisprudencia y qué delitos se excluyen. No es mayor ciencia cuando se quiere tener un debate no polarizado.
Eso sí, la preocupación sobre si la actual clase política de Guatemala puede proveer una reforma completa o sobre si el sistema político puede proveer un output de política pública de calidad son preguntas perfectamente legítimas. Pero, en un país (Guatemala) donde las derechas pretenden reducir el Estado a un consejo gerencial y donde las izquierdas (en su gran mayoría) consideran el Estado exclusivamente como una máquina generadora de violencia, la verdad es que resulta muy riesgoso tener un debate de política pública y de reformas constitucionales. Están tal para cual, pero basta ya de un debate en el que tanto las izquierdas como las derechas aborrecen el Estado (varían las razones, pero es el mismo acto de aborrecer los mecanismos institucionales).
Hay cuestiones importantes que resolver. El diseño institucional es fundamental. El Estado es importante y cuenta mucho, sobre todo, al momento de garantizar derechos.
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[1] Bonny Portmore es también una canción de lamento. Llora la tala de un roble gigante, simbólico para las comunidades irlandesas. La música de la canción es de 1840, pero la letra es de 1796. Escrita originalmente en gaélico, lamenta la brutalidad del colonialismo inglés no solo para arrasar los bosques irlandeses, sino también para prohibir las prácticas religiosas paganas celtas y el uso del gaélico. Existe también una leyenda escocesa (bastante anterior) que refiere al gran cedro Bonny Portmore. Puede escuchar una versión moderna de esta canción aquí.
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