No está de más recalcar que el panorama estatal está compuesto por instituciones que abordan directa o indirectamente el tema. (Con diferenciada expertise y con rumbos marcados por distintos intereses caminan hacia atrás, hacia adelante, de derecha a izquierda la Segeplán, el Ministerio de Comunicaciones, la Conred, las municipalidades y el Registro General de la Propiedad, entre otros). Y luego están o estamos los que de alguna manera configuramos y vamos armando el paisaje urbano desde nuestras capacidades financieras, con o sin regulaciones que avalen la coherencia en la ubicación de residencias y de comercios privados.
El fin de semana observaba a mis sobrinos. De lejos contemplaba la atención que le ponían a un juego que ambos descargaron en el celular. De cerca me interesé en el juego y pedí explicaciones. Con ocho y diez años, ellos construían su propia urbe (y mataban crippers o zombis, quién sabe). Sonreí cuando uno de ellos me advirtió que no se podían construir casas redondas. Supongo que habrá sido una pequeña decepción para su creatividad, pero aceptó la regla.
Es una lástima que nuestro paisaje no sea una simple pantalla de celular. Es una lástima que la opción de empezar de cero no dependa del contacto de nuestras huellas digitales con ese material de origen mineral precioso, digo preciado, sin que esto suponga un urbicidio. Y es que hemos construido las ciudades bajo lógicas que por un lado responden a presiones de crecimiento poblacional y por otro a una abundante necesidad de inversión. Resultado: segregación (separamos ricos de pobres) y gentrificación (recuperamos los centros urbanos en detrimento de los que luego ocuparán barrancos y laderas).
Supongamos (del verbo afirmar) que hemos cometido cagada tras cagada en temas de planificación urbana (y derivados, o sea, una cagada integral). Dicho lo anterior, paso número uno, tratar de no cagarla de nuevo.
El tema de aguas en Guatemala es el tema de la eterna frustradera. Nuestro acercamiento a la gestión de agua como sociedad explica perfectamente el funcionamiento que permite la reproducción de un modelo de desarrollo antidesarrollador.
En cada nuevo gobierno aparece el tema de la ley de aguas. Nos emocionamos (algunos, pues). Pero pronto nos decepcionamos. Y volvemos a esperar que entre en agenda para el próximo gobierno.
Cuando la ves desde los cielos (la ciudad de Guatemala), esa imagen aérea supone un reto mayor para la edificación de ciudades. Vivir bajo los estándares que demandan ciudades cosmopolitas y globalizadas es asunto serio si se pretende también el bienestar común.
Guatemala, país de volcanes, de tierra fértil, de lagos, de montañas, de bosque, de diversidad abundante en flora y fauna, de cuevas, de ríos. Sí, muchos ríos. Por su formación geofísica, este pequeño país produce toda su agua, y sus ríos comparten agua con México, Belice, Honduras y El Salvador. Y esta abundancia en recursos naturales, creamos que por falta de conocimiento científico, fue trampolín y hermosa carta de presentación para la inversión privada, local, internacional, y para el desfalco descarado del Estado y por el Estado.
Recuerdo lo insultada que me sentí cuando, a unos días de inaugurar el centro comercial Cayalá (que por sus siglas en el lenguaje de lo simbólico llamaremos Cagalá), unas enormes letras metálicas decoraban la entrada de esa gigantesca alegoría a la arquitectura de la antigua Roma (vean —no lean— un estudio serio y detallado abierto al público). Estas letras dibujaban la palabra «naturaleza». Es altamente probable que yo también haya participado en la denuncia social de ese insulto caradura con el que se atrevieron a abofetear nuestra inteligencia. El caso es que lo desaparecieron (el mensaje engañoso) poco después.
El cambio climático, sin entrar en discurso ético, es un fenómeno irreversible que viene mostrando su rostro de sequía en los últimos dos años en Guatemala. Sí, el tema del agua es central, y es deber de todos proteger ese recurso.
Cayalá es, antes que Cagalá, un parque que forma parte del cinturón ecológico metropolitano (junto con la reserva de Kanajuyú), gestionado por Fundaeco. Pueden leer la visión y la misión del parque y entender la ironía del caso.
Si la planificación urbana, con el crecimiento poblacional y la demanda que este fenómeno conlleva, no entiende la importancia de la conservación de áreas de reserva hídrica, pues poco a mucho estamos preparando nuestra tumba en tierra de cactus.
¿Por qué es que ha dado tanto de qué hablar Cagalá? La ciudad de lo absurdo, el montaje de una realidad paralela, un escenario de obra grecorromana, la farsa urbana, un reto arquitectónico de muchos millones, la visión torcida de desarrollo, racismo solapado. Y podríamos extender esta lista, pues nomás nos la han puesto en bandeja de oro.
A críticas como esta siempre piden soluciones, y cuídese usted de la sarta de mensajes con rabia señalando que no aporte nada al final con su texto.
La solución era no construir. O tal vez hacer algo al estilo del parque La Democracia (o Centro Deportivo Erick Barrondo, desde que él se volvió nuestro héroe nacional), que a todas luces habría sido menos rentable para el capital, pero sí menos dañino al soporte natural afectado. Aunque favorecer la cohesión social no es prioridad del inversionista, permite armar aquello que sigilosamente destruimos.
¿Y ahora qué hacemos? Que los responsables de impermeabilizar los suelos contribuyan comprometidos a la conservación de suelos y a la captación de agua. Que implementen tecnologías ecológicas en ese macizo de concreto (techos vegetales, reservorios de agua de lluvia y energía solar, por ejemplo). Y que para la próxima inviertan sus millones de forma más inteligente.
La idea central es no volver a cagarla, pues.
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