Esta pieza ha sido muy útil en los cursos de filosofía política o de sociología política para distinguir los grandes segmentos de debate, es decir, las tradiciones académicas o escuelas que están permanentemente sujetas a revisión (a ser contradichas por nueva evidencia) versus las sectas. El comportamiento tipo secta es el que se niega de forma dogmática a que la evidencia empírica pueda destruir los grandes presupuestos. Por lo tanto, las relaciones causales entre variables estipulan respuestas unicausales falsas. Otros autores, sobre todo del campo de la antropología social, han equiparado esta actitud de cerrazón al pensamiento mágico característico de grupos humanos menos complejos. Un ejemplo burdo de esto es equiparar el caso de la creencia en el ritual del exorcismo («hecho el ritual, el espíritu maligno desaparece») con argumentos del tipo: «Estados Unidos es potencia por la herencia de los valores judeocristianos». En esencia, ambos argumentos producen una creencia interna que parece resolver, pero que no está sujeta a la evidencia empírica. La causa es falsa. Además, hay unicausalidad. En ocasiones es una herramienta muy posmoderna, pero no dejas de considerarla cuando pasas más de ocho horas teniendo que escuchar la argumentación de las derechas extremas.
En esto de los inviernos que paralizan aeropuertos enteros me ha tocado una cancelación del vuelo Montreal-México. Luego de un esfuerzo hollywoodense por desplazarme, al fin estoy en territorio estadounidense esperando por más de ocho horas otra conexión, cuando me topo, involuntariamente, con uno de estos representantes de las aristocracias tropicales. Irrelevante es decir si el espécimen era mexicano, centroamericano o argentino: lo torpe no tiene pasaporte.
La conversación inicia con un: «¿Tú eres simpatizante de Morena y escribes en medios comunistas? Yo te voy a decir lo que está mal con la izquierda progre [hace dos segundos yo era comunista]. Para empezar, eso del multiculturalismo es una pendejada». Lo interrumpo para inquirir adónde viaja y me entero de que también a Montreal. «¡Cómo cuesta comunicarse en inglés allá! Puro franchute», continúa diciendo él, a lo que yo respondo que menos mal Canadá cree en el multiculturalismo y en la opción del bilingüismo. Recibo de respuesta el argumento de: «Bueno, es que Canadá es un país capitalista y allí esas cosas sí funcionan». Respondo que Canadá, y sobre todo Quebec, es ejemplo de un socialismo democrático que convive con una estructura de mercado bastante regulada, con una gestión pública muy transparente. De hecho —le digo—, el sistema económico canadiense es más estable porque produce menos burbujas si lo compara con Estados Unidos. Entonces recibo la siguiente respuesta: «Pero Estados Unidos es superior por su herencia judeocristiana». «Claro, porque Canadá fue descubierta y colonizada por tibetanos», pienso para mis adentros. Diez minutos después, la pregunta esperada: «¿Sabes por qué los indios son pobres? Como cocinan con leña, aspiran humo todo el día y se embrutecen». Acabo entonces de descubrir que la desnutrición materna, la falta de vacunas y las enfermedades posparto no son variables intervinientes.
Lo mejor de todo vino con el tema relacionado con los muchachos desaparecidos en Ayotzinapa. «Qué bueno que a esos revoltosos los desaparecieron», me dice. Pregunto yo: «Y si hubieran sido sus hijos, ¿pensaría igual?». «Mis hijos no se meten donde no los llaman», es la respuesta. «Pero supongamos que una patrulla o un retén del Ejército los confunde y luego los desaparece. ¿No querrías justicia? ¿No querrías que el Estado fuera responsable?», le contraargumento. Y aquí viene la perla de las perlas: «Mira. Yo no soy demócrata ni nada. Eso ya pasó de moda. Si haces dinero, tienes todo lo que quieres y no pierdes tiempo en la participación política ni en nada de eso. La democracia de partidos no sirve. Necesitamos dictadores benévolos». Resultó de más tratar de explicar el riesgo de los autoritarismos y que solo en democracia los derechos están asegurados por la separación de poderes. Pero la conversación se terminó cuando Monsieur il Faccio se tuvo que tragar una frase del ideario liberal: «El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente». «¿Se equivocó entonces lord Acton?», fue mi inocente pregunta. Y mira que él también creía en los principios judeocristianos.
Tengo que confesar que esta lógica perversa no es solo un problema de las derechas. En particular, el desprecio a la democracia. Tengo una buena cantidad de colegas de izquierda que desprecian tanto o más la democracia de partidos banalizándola como un simple residuo de dominación eurocéntrica. Conozco muchos colegas de izquierda que, aunque no vivieron en carne propia la persecución (nacieron en democracia), prefieren cancelar elecciones o boicotearlas en lugar de conformar un partido político para ganar elecciones e influir en la política pública. Así cómo Míster Facho seguramente alabaría a Pinochet por sus logros económicos (sacrificando libertades esenciales), tengo abundantes colegas de izquierda que consideran las libertades políticas productos burgueses y justifican pasar encima de ellas si la causa revolucionaria lo amerita. Para un extremo, las instituciones son el paso previo a la Rusia soviética. Y para el otro extremo, las instituciones son formas brutales de dominación.
Aquí entonces el problema: lo antisistémico y antidemocrático de ambos espectros, que impide que en medio de las diferencias esenciales de ambos polos se permitan dialogar (verse las caras) en otros temas menos escabrosos y también necesarios: transparencia, gestión pública efectiva, accountability, rendición de cuentas, acceso a la información, gobierno abierto.
El error es definir (y enseñar, sobre todo en el ambiente de la ciencia política) que la democracia es solo un proceso electoral secuestrado por estructuras occidentales que producen liderazgos verticales. No. Falso. Las derechas ven en la democracia la tiranía de las mayorías, y las izquierdas no democráticas, una concesión a las reglas de la oligarquía. Bueno, con esas ideas no se puede gobernar un país. La democracia es, primero que todo, el pacto fundamental de derechos básicos (aunque falten otros) que no podemos nunca dejar de reconocer. Por eso la democracia es siempre democracia constitucional. Pero, como no está escrita en piedra, democracia es, además, la libertad de faltarle el respeto al poder, criticar y satirizar. Democracia es también poder expresarme en la lengua que considero cercana a mi corazón o poder expresar el amor en la forma que me place. La democracia es el espacio vital donde todas las ideas, sin importar cuáles, pueden discutirse y debatirse sin temor a terminar en una fosa común, ser fusilado por el comité dirigente revolucionario o acabar en un gulag. La democracia es poder leer lo que yo quiera aunque contradiga los mitos del Estado o la ortodoxia universitaria. Y, sí, achicarle los espacios de poder a las élites y a los cabilderos o marchar contra un aumento generalizado de precios es parte igual del juego democrático.
La democracia no es algo pasado de moda. Es una forma de vida. Como todo lo humano, es imperfecto, pero no por ello hay que dejar que la bruta mentalidad facha secuestre el debate.
En ambos espectros.
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