El peligro que se avecina es serio.
El Gobierno lo sabe. Lo ha dicho repetidas veces y por eso adoptó políticas de distanciamiento social tan inusuales como el toque de queda y el cese de operaciones en ciertos sectores productivos. Sin embargo, en sus últimas declaraciones veo un problema en potencia.
El presidente Giammattei ha comunicado que está considerando relajar algunas políticas y abrir centros comerciales siempre y cuando se use la mascarilla y los casos no aumenten demasiado. Lo que puede llegar a suceder es que se cree un falso sentimiento de seguridad que al final puede tener consecuencias negativas.
A esto le llamamos riesgo moral en economía.
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Sucede cuando, al protegernos o asegurarnos en contra de una situación no deseada, cambiamos el comportamiento de las personas y ese cambio potencia esa situación no deseada.
Les doy un par de ejemplos: los cascos para jugadores de rugbi y los cinturones de seguridad en los vehículos.
Veamos los primeros. Sin casco, los jugadores son más cuidadosos en la manera de embestir a sus oponentes. Cuando tienen el casco, la confianza que sienten los hace jugar de manera más agresiva y ello resulta en mayores lesiones. Esto queda evidenciado al ver que el 67 % de los jugadores encuestados en la liga de Nueva Zelanda dijeron que sienten más confianza para taclear cuando usan el casco, aunque este está hecho para proteger las orejas y la cabeza de contactos menores, y no para proteger contra conmociones cerebrales.
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Por otro lado, está el ejemplo de los cinturones de seguridad. El economista Sam Peltzman argumentó en 1975 que hacer obligatorio el uso de cinturones iba a resultar en que las personas se iban a sentir más confiadas e iban a tender a manejar más rápido. Esto, a su vez, iba a causar mayor número de accidentes y de personas heridas. No obstante, el estudio emblemático de Steven Levitt y Jack Porter demostró que, aunque el comportamiento detrás del volante cambia, el balance es positivo a favor de los cinturones. Estos reducían la probabilidad de un accidente mortal en un 60 %.
Una de estas dos situaciones podría pasar con las mascarillas. Me temo que, si no se mantienen otras medidas, sea la de los cascos.
El falso sentimiento de seguridad podría resultar en montones de gente en espacios compartidos, interactuando libremente y exponiéndose aún más de lo que se habrían expuesto si no estuvieran usándolas (o si vieran a otras personas no usándolas).
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Ante este riesgo es muy importante que no se deje de resaltar la importancia del distanciamiento social. Las mascarillas no funcionan por sí solas. Su uso debe ir acompañado de buenos hábitos de higiene y limpieza, y funcionan mejor cuando hay distanciamiento social.
El Gobierno no debe anunciarlas como medidas sustitutivas a lo que creen que sí ha funcionado, sino como complementarias. Sería irresponsable remplazar medidas y culpar a la población por cualquier repunte de covid-19. A menos que el objetivo del Gobierno esté cambiando.
El tiempo y el mensaje del Gobierno determinarán si las mascarillas son más como los cascos o como los cinturones, pero lo cierto es que estos conceptos de teoría económica deben ser considerados al momento de implementar las políticas de salud. Más específicamente, deben ser comunicados de manera apropiada y combinados con las políticas que se desean alcanzar.
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El concepto de riesgo moral fue desarrollado originalmente por las empresas aseguradoras. Sus primeras aplicaciones fueron evaluadas por matemáticos, filósofos y empresarios hace ya más de 400 años. Literatura para entender el concepto hay suficiente. Son nociones básicas que, de obviarse, podrían causar consecuencias no deseadas y hacerle el trabajo más difícil al Gobierno.
Ellos mismos podrían estar metiéndose zancadilla por escuchar consejos equivocados sin evaluar consecuencias. Esperemos que no sea el caso y que lo tengan todo bajo control.
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