Pero el hogar de Juan era disfuncional. En su casa lo hacían sentir un inútil, y él se asumía culpable de los problemas familiares por razones que no podía explicar. Mientras todavía iba a la escuela, nunca encontró que esta fuera un lugar acogedor. Los maestros estaban allí para hacerlo aprender, no para ayudarlo con sus problemas.
Como nadie le explicó que los anuncios de televisión no eran para todo el mundo, llegó a creer que la felicidad estaba en tener todo lo que en ellos se mostraba: buena comida, enormes televisores de pantalla plana, rubias en bikini, viajes. Además, las calles estaban llenas de anuncios de comida que él nunca podía probar, de ropa de marca, de zapatos que te hacen ser importante. Así, Juan no se sentía parte de nada.
Dejó la escuela a causa de los problemas en la casa y entró de aprendiz a un taller de mecánica. Por ser el nuevo le ponían tareas pesadas y le hacían bromas humillantes. Él lo soportaba, aunque le dolía que las personas en la camioneta no quisieran sentarse al lado de él, pues andaba sucio y apestoso a sudor.
Conoció a otros dos niños que se sentían tan fuera de lugar como él. En sus conversaciones, los niños hablaban de las personas más respetadas del barrio: eran jefes, conseguían todo lo que querían. Entre los maltratos en su casa, las burlas en la escuela y el hambre, Juan y sus amigos se sentían basura.
Un día, los jefes del barrio les dirigieron la palabra. No lo podían creer. Los invitaron a comer. Los trataron como amigos. Hicieron todo lo que los maestros, los padres, los compañeros de trabajo y la gente de la calle no hacían.
Poco a poco fueron acercándose más a los jefes, y estos los invitaron a su grupo. Se sentían en familia. Nadie los discriminaba. Pronto vieron que se ayudaban unos a otros. Luego de un tiempo, los jefes les pidieron una prueba de lealtad para continuar en el grupo.
Lo último que querían era dejar de pertenecer a su nueva familia. Así que, sintiendo que quizá hacían algo malo, Juan y sus amigos empezaron a dedicarse a cumplir con algunas tareas que los jefes les entregaban. Sentir que alguien confiaba en ellos resultaba muy motivador. Comenzaron a llevar mensajes a negocios, a familias, a choferes de camioneta. Comenzaron a vigilar personas y a trasladar información a los jefes.
No pasó mucho tiempo antes de que fueran acusados de no ser leales y de no hacer lo suficiente para continuar siendo parte del grupo. Tenían que probar que merecían confianza y que verdaderamente ponían al grupo por encima de sus propias familias.
Juan aprendió a disparar armas. Temblaba del miedo cuando cumplió su primer trabajo, pero pronto se acostumbró. Con cada tiro sentía que se cobraba las humillaciones, los golpes, los maltratos, la indiferencia.
Disfrutaba enormemente que su vecindario le tuviera miedo. Esa sensación era fantástica. Mientras más malo, más temido y respetado.
Y un día todo salió mal. Llegó a un centro de detención para menores y allí aprendió que ahora estaba solo y que debía matar o morir. Aprendió la desconfianza como estrategia de sobrevivencia y la fuerza como manera de hacerse entender.
¡Todo pasó tan rápido! Hoy Juan es mayor de edad y únicamente piensa en escapar de su nuevo ambiente y en regresar al grupo que lo espera afuera, su verdadera familia, las únicas personas que no cruzarán la calle cuando lo encuentren, que no lo dejarán sentado solo en el autobús, que compartirán con él lo que tengan, aunque se trate de drogas y la comida deba esperar.
Ya no piensa en el futbol, los superhéroes o las profesiones que traen respeto. Quiere salir de donde está y cobrar deudas pendientes. Le deben todos: sus padres, las autoridades, sus enemigos, los policías y los que mandan a pintar anuncios de comida, ropa de marca y zapatos que él nunca podía comprar.
¿Qué convirtió a Juan en el Killer?
Juan no existe, pero el mundo se está llenando de Juanes y Juanas.
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