Al menos en México, la Constitución de 1857, que mantendría vigencia hasta 1917, emulaba la experiencia estadounidense: era de corte liberal y establecía el federalismo, la abolición de la esclavitud, la defensa de las ideas y la libertad de imprenta. Si somos honestos, esta Constitución juarista aún es un residuo de la actual. Por el otro lado, el variado universo de las izquierdas tuvo también su discusión interna: ¿podía la Rusia agraria de 1917 saltarse las etapas históricas? La industrialización forzada fue la respuesta. El marxismo asiático y el caribeño (ambas sociedades agrícolas) debieron hacerse la misma pregunta frente a un modelo industrial soviético.
Durante las décadas de 1960, 70 y 80, modelos de corte hegemónico como el soviético o el castrista se tragaron las opciones de las izquierdas latinoamericanas. La posibilidad de arribar a una sociedad sin clases por la vía democrática parece que solo estaba en condiciones de plantearse en Costa Rica y en Chile, a merced de los eventos históricos que todos conocemos. Algunas izquierdas llegaron incluso a simpatizar con el modelo autoritario del PRI en razón de su capacidad de hacer dóciles a los actores políticamente relevantes y de generar desarrollo industrial desde el Estado. No hay espacio en esta columna para profundizar en los aspectos fundamentales que todo modelo de desarrollo impone, pero, en esencia, el debate se orienta a la capacidad de resolver asimetrías (o elementos estructurales, según el enfoque), garantizar-reconocer derechos y generar polos de desarrollo que doten al Estado de insumos.
Uno de los casos de estudio menos conocidos se refiere al experimentado por la provincia canadiense de Quebec. Es un contexto al que le he tomado cariño después de varias experiencias docentes y cuya historia me parece interesante.
Quebec, o la Nouvelle France (nombre original de la provincia), tiene una historia trágica. Fue abandonada por los franceses luego de las batallas de 1759 y 1775, que terminaron en la apropiación del territorio por manos británicas. Los franceses, que apoyaron la rebelión americana, no rescataron su colonia más importante una vez que los británicos dejaron la Nueva Inglaterra. Y los nuevos americanos pactaron sus fronteras en 1783 y dejaron Quebec como territorio británico. Los británicos, en el perfecto sentido de lo que significa un proyecto hegemónico, encapsularon la provincia francesa: prohibieron el uso del francés y la religión católica. En términos modernos diríamos que fue un intento de genocidio cultural. Y eso es, dicho de paso, lo que los proyectos hegemónicos y contrahegemónicos terminan haciendo: vulnerar derechos de minorías.
En 1860 Canadá adquiere el derecho de autogobierno sin romper lazos con Inglaterra. Quebec obtiene un Parlamento que por fuerza debe sesionar en inglés. El nivel de desarrollo que países como Estados Unidos y Canadá experimentarán luego de la posguerra no tiene ningún impacto en la provincia de Quebec porque las asimetrías son abismales con la contraparte angla.
Será hasta en la década de 1960 cuando la denominada Révolution Tranquille empezará a generar en Quebec un sentimiento patriota que llevará al país a tener una discusión honesta sobre la cuestión francesa. ¿Existe la nación histórica de Quebec? ¿Es la identidad quebequense —o québécoise— real? Como explica Charles Taylor, la identidad se manifiesta en la experiencia de la lengua. Y en Quebec el francés no solo se preservó, sino que evolucionó para producir algo original y único. Así pues, el Partido Liberal de Quebec planteó un modelo de desarrollo con base en ingresos estatales provenientes de la estatización de las hidroeléctricas. Este polo de desarrollo llegó a generar ganancias de hasta 12.7 billones de dólares canadienses, de los cuales 1.1 billones se reparten en las diferentes provincias. El modelo de desarrollo tampoco estuvo exento de alianzas público-privadas, pero, eso sí, la hoja de ruta se planteaba desde el Parlamento.
En solo 20 años Quebec pasó de ser una sociedad rural, conservadora, religiosa y con altos grados de baja escolaridad a estar equiparada con los anglos. Este empoderamiento planteó posteriormente la cuestión del referendo, situación que los liberales canadienses (entre ellos el padre del actual primer ministro, Justin Trudeau) supieron manejar muy bien argumentando la necesidad de encontrar el balance perfecto entre el modelo federal y las garantías de autonomías lingüístico-culturales. Este balance fue posible en la medida en que las sucesivas administraciones del ex primer ministro Pierre Trudeau (1968-1983, con solo la interrupción del partido soberanista en 1976) solidificaron la importancia de construir una administración pública eficiente, responsable, moderna y transparente. Solo lo anterior podía ser garante de la unidad nacional y al mismo tiempo evitaría mayor centralización sobre las autonomías adquiridas por los francocanadienses. ¿Cuál era la responsabilidad adquirida? Quebec asumía buena parte de la responsabilidad de autoadministrarse. ¿Quiere libertad? Bueno, pague por ella. En efecto, a comprender el principio de que los insumos disponibles determinan las metas políticas. Los subsidios federales provenientes de Ottawa tendrían límite. Por lo tanto, plantearse tasas fiscales elevadas para sostener el nuevo pacto de Quebec requería de una ciudadanía dispuesta a pagar impuestos (una tasa combinada que supera el 38 % entre impuestos federales y regionales), pero también de un Estado local responsable en su calidad de gasto.
Se rescata de esta experiencia la apuesta por capitalizar el Estado, pero también la importancia no solo de producir la mejor arquitectura institucional, sino también de apostar por lo que contemporáneamente llamamos gestión por resultados. Garantizar los derechos más básicos y los bienes públicos básicos —como la salud— no es un aspecto que pueda hacerse en anarquía. Se requiere del Estado. Y de un Estado eficiente. Garantizar la tolerancia de las minorías o las políticas de reparación no puede hacerse en anarquía. Se requiere de políticas públicas. En Quebec, tanto los soberanistas como los federalistas llegaron a entender que debían construir un punto en común, un Estado funcional, porque, de lo contrario, la opción era perder autonomía.
En algún momento es necesario que tanto derechas como izquierdas se den cuenta de que requieren del Estado y de políticas públicas eficientes. Ni la mano invisible del mercado ni el anarquismo comunitario pueden hacerles frente a los retos globales.
Más de este autor