Considero que es al revés: el Estado —jurídico y político— fue construido por los empresarios de la guerra durante las invasiones coloniales, con la corrupción y la violencia como cimientos. Por lo tanto, Estado colonial y corrupción son lo mismo, y ambos han servido de plataforma a las élites para acumular poder económico y político, perpetuar privilegios y al mismo tiempo darle brillo al linaje, a los apellidos que los separan y diferencian del resto de la población, y privilegiar así la blancura y la pureza de sangre.
Es la corrupción como origen del Estado colonial la que ha cooptado paulatinamente a la sociedad en su conjunto.
La aristocracia no es natural ni de orden divino. Es una construcción social y clasista basada en el ejercicio violento del poder político, militar, religioso y económico para concentrar la riqueza y el conocimiento y dominar a la población. El Estado y la democracia han sido perfilados a la medida de los intereses de la clase dominante. Ambos están incompletos: un Estado fuerte para lo que hace y débil para lo que debe hacer, y una democracia de fachada que nos hace creer en la participación y en la elección de nuestras autoridades, autoridades de raíces extranjeras, descendientes de los invasores, personajes enaltecidos por la historia oficial, algunos con doble nacionalidad y apellidos fuera de lo común para los guatemaltecos.
Es un sistema que ha prevalecido durante 500 años, en el cual los nombres de abolengo se repiten en los gobiernos, la milicia y la religión. Son ellos los que han disfrutado del Estado (su finca llamada Guatemala), ya sea adentro o afuera, y excluido a los segmentos poblacionales mestizos-ladinos y a los pueblos indígenas. Leyendo la historia, uno encuentra que apellidos como Skinner-Klée, Arce, Aycinena, Ligorría, Laugerud, Berger, Arzú Irigoyen, García Granados, Valladares, Ayau, Lainfiesta, Rímola, Urruela, Bosch, Zelaya, Aitkenhead y Sinibaldi, por mencionar algunos, son los que se han sucedido gobernando, concentrando el poder económico y estando siempre presentes en los cambios sociales, económicos, jurídicos y políticos. Han orientado los cambios para que nada cambie. Para ellos debe de ser natural que el Estado sea su fuente de riqueza y el espacio para su clase.
Ahora que se están evidenciando las múltiples acciones corruptas en que han incurrido grandes, tradicionales y prestigiosas empresas a través de sus clanes familiares dueños de ellas, se acude a la justificación falaz de que el Estado es el que ha copado a algunos miembros de las élites económicas y políticas (cuando es al revés), que merecen apoyo y acompañamiento y que la ley debe garantizar una justicia pronta y cumplida. Mientras tanto, se callan ante la situación de los procesados pobres o indígenas que pasan años encarcelados en largos y costosos procesos judiciales y para quienes, una vez liberados de los cargos, no existe ningún resarcimiento por la injusticia de la justicia del Estado colonial.
Muchos han sido corruptores y ahora son corruptos. Juegan ambos papeles. Ellos mismos, como Felipe Bosch[1] y sus voceros (supongo que pagados por ellos), se exculpan diciendo que son víctimas de extorsión y argumentando lo dicho por un especialista: «La corrupción es efecto, no causa»[2]. De ese modo, los empresarios corruptos aparecen como angelitos de primera comunión, como víctimas de autoridades de gobierno. Como dije, son los mismos que ejercen el poder formal y el real, y aquí vale lo que dice el refrán popular: «Entre bueyes no hay cornadas». David Martínez-Amador menciona el dicho de que «detrás de cada gran fortuna hay un gran crimen».
Por lo tanto, una variación de rumbo, un cambio del sistema corrupto y clientelar, significa un cambio en el ejercicio del poder político, un cambio del modelo económico productivo y, por lo tanto, relevar de la construcción del Estado y de la sociedad a las élites nobiliarias y colonialistas.
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[1] Prensa Libre. 14 de agosto de 2017. Página 10.
[2] Alfred Kaltschmitt. Prensa Libre, 8 de agosto de 2017. Página 24.
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