En la primera parte de este artículo relaté las incidencias que afronta Raquel, una niña bella, dulce, brillante y noble que está en absoluta disposición de sacrificar sus oportunidades por cumplir el designio social de favorecer el proyecto familiar que pretende conseguir alimentos para pasar un día a la vez. Las aspiraciones no pueden ir más allá. Viven en una casita frágil de varitas y lámina en un terreno prestado. No se les permite soñar con una cama, aunque sea compartida, ni con energía eléctrica, agua potable o piso de cemento.
Ese proyecto incluye a todos: a una madre que lacta a una recién nacida y que deja de comer por alimentar a sus hijos; a un padre que diariamente sale en busca de trabajo y, cuando tiene suerte, debe llevar a las tres niñas para ver si así consiguen generar seiscientos quetzales en una semana, y también a Pablo, el único que tiene empleo fijo limpiando verduras y cargando bultos en el mercado municipal. Todos son conscientes de que solo cuentan con ellos mismos.
Cada vez que llegan a verme, Raquel y sus hermanas traen flores silvestres. Llegan riendo, cantando y con muchas anécdotas para contarnos, como el día que Pablo les dio dinero y compraron unas pulseras de fantasía o cuando la pequeña Evelyn quería ayudar a partir leña y se cortó el dedo con el filo del machete de su papá.
En mi equipo de trabajo estamos convencidos de que, para intentar romper definitivamente el círculo de la pobreza, debemos proveerles a las niñas una oportunidad de educación integral de calidad. Para eso ellas salían de casa a las cinco de la mañana, ingresaban a la residencia estudiantil a las siete para desayunar y se disponían a estudiar en la escuela en línea —que implementamos para que ellas pudieran tener acceso al derecho universal de acceder a educación integral de calidad—. Volvían para almorzar. Hacían tareas con apoyo de otras niñas mayores, refaccionaban, tomaban un baño tibio y empacaban su cena. Con esto, según nosotros, habríamos logrado cubrir todas las aristas.
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Jamás imaginamos que la madre estuviera nuevamente encinta. Nos enteramos de ello cuando Raquel comenzó a ausentarse paulatinamente. Primero, las pequeñas aseguraban que ella se iba a apoyar a papá en el corte de tomate. Luego, no volvieron. Propusimos entonces que las niñas entraran a vivir en la residencia de lunes a viernes. El padre aceptó, pero solo llegaron las hermanas más chicas. El mandato patriarcal obliga a Raquel a quedarse al lado de su madre, quien, además del bebé, cuida a dos hermanitos más. Debe atenderla en el parto y en el puerperio, pero más adelante debe asistirla en tareas domésticas: aquellas que realizaba cuando la encontramos unos años antes.
No me da pena confesar que lloré. Lloramos todos en el equipo. Elucubramos planes que pudieran revertir esta fatalidad escrita en las reglas sociales, que les impide a las niñas ser niñas y las obliga a ser pequeñas adultas, responsables de su perpetua pobreza. Niñas, madres de sus propios hermanos e incluso madres de su madre hasta que alguien las embarace. Todas las personas voluntarias involucradas en este proceso amamos a Raquel y a sus hermanas, conocemos sus sueños, sus condiciones de vida, sus habilidades y su capacidad. Por ello no nos queríamos dar por vencidos. Fue justamente cuando dimos todo por perdido cuando ella, sin avisar, volvió.
Sus padres, que son maravillosos, excepcionalmente cuidadosos, y hacen todo cuanto pueden para protegerlas, saben que las niñas tienen un futuro promisorio y desafiaron al destino, que impone pesadas cargas en los pequeños cuerpos de las niñas del campo. Ellos confiaron en nosotros y no los defraudaremos: vamos a continuar ofreciéndoles dignidad desde el amor y el respeto hasta donde la vida nos lo permita.
Deseamos con todo el corazón que las miradas de personas fuera de esta comunidad volteen a ver y conozcan la crueldad que las acorrala desde que nacen. Ojalá comprendieran que debemos actuar de inmediato. Tomar conciencia de esto es el primer paso.
Piénselo. Por favor.
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