La pobreza no solo nos golpea, sino, lo más dramático, la usamos como coreografía del éxito y hasta de la supuesta bondad de los otros. La capa de la discordia mostraba a una exitosa vendedora estadounidense-guatemalteca de sandalias elaboradas en Guatemala caminando por el parque central de la Antigua, rodeada de indígenas mestizas vendedoras ambulantes de bisutería popular. La capa fue acusada de racista, pues evidentemente muestra a una blanca superior y exitosa, centro de la atención de la cámara, rodeada de indígenas mestizas pobres que ayudan a resaltar, con el color de sus trajes, ¡pero también con su miseria!, la belleza y el éxito del personaje principal. Lo secundario y despreciable no son las ropas de las vendedoras, que se usan para dar colorido y toque nacionalista a la fotografía. Son esos rostros quemados por el sol, esas manos gruesas unidas en posición de sumisión y súplica.
En realidad, la portada y toda la nota principal, con sus fotografías interiores, son posiblemente uno de los mejores retratos de un país que se dice unido, que se dice moderno, pero que en cada esquina, banqueta o parque impone barreras invisibles que obligan a diferenciar entre el rico, exitoso por sus actos individuales, y el pobre, que, según el discurso hegemónico, lo es porque no se esfuerza ni trabaja.
Curiosamente, lo que más se hizo evidente en los distintos comentarios fue el racismo implícito de la imagen, pero se dejó de lado la parte más evidente: el menosprecio de la pobreza y su uso contextual para mostrar el éxito individual de la comerciante. Los debates se desviaron por las cuestiones biologicistas y culturales del racismo, y fueron muy pocos los que se animaron a afirmar que este es, por encima de todo, el desprecio de los pobres, el cual se encubre ya como caridad o altruismo, ya como acusación a su supuesta e imaginada pereza.
El racista rechaza al indígena porque lo entiende sinónimo de pobre. Lo considera sometido y dominado, portador de miseria y condenado a seguir siéndolo. Sin notarlo, con la ideología racista introyectada en todos y cada uno de nuestros comportamientos, muchas veces asumimos acciones cordiales y endulzadas de racismo, como sucede en las imágenes de la nota principal de la revista. Los editores, al retirar la capa de su versión digital, argumentaron en su comunicado que son un medio que «siempre ha creído y fomentado la igualdad, la equidad y el desarrollo de la mujer guatemalteca», con lo cual píamente creen que así dejaron de ser racistas.
Pero resulta que mantuvieron la nota principal y sus ilustraciones sin modificar una coma del texto o un píxel de las imágenes. La nota resalta la bondad de la empresaria, que, para ayudar a unas vendedoras de sandalias de Panajachel, compra cien pares modificados a su gusto y los vende en Estados Unidos, a partir de lo cual se origina un comercio en el que se compran zapatos baratos en Guatemala y se venden caros en el país del norte. No las hizo sus socias para compartir en partes iguales las ganancias, sino simplemente proveedoras, aunque, bondadosa que es ella, ahora apoya con las sobras de sus ganancias un proyecto de agua potable.
Pero, como la revista no es sobre mercado o altruismo, sino sobre moda, el interés se centra en las imágenes de la empresaria convertida en modelo. La fotógrafa relata sus peripecias con la luz y la lluvia y cándidamente nos dice que incluyeron en las fotografías personas que andaban en el parque de la Antigua. «Les pedimos a señoras, niños y niñas que se unieran a nosotros en las fotos», comenta ella en la página 51. Nada de incluir sus nombres en los créditos, pues al final de cuentas son simples mujeres y niños que están en la calle, mucho menos pagarles por el tiempo invertido y por el uso de sus rostros y figuras con fines comerciales. Ello, a pesar de que en la foto principal que ilustra la nota (página 47 completa), la empresaria-modelo camina tomada de la mano de una de esas niñas, por cierto con la mirada perdida, completamente alejada del contexto que se le ha impuesto en tanto modelo del éxito comercial. Un séquito de muchachas indígenas mestizas, con el ceño fruncido la mayoría, la persiguen. De nuevo importan solo para brindar color y brillo a la imagen, pero, contrario al deseo de la fotógrafa, dejan patentes su marginación y pobreza, su vinculación a un mercado informal que las explota y oprime, su carencia de oportunidades.
La fotografía bien podría identificarse como la Recordación florida 2017, pues en una sola imagen se resume ese sueño de un país hermoso, tranquilo y cristiano, donde el criollo blanco, ladino, considera que la pobreza del indio, del mestizo, es parte del paisaje y que, a pesar de ser su causante principal, le tiene sin el menor cuidado. Si Fuentes y Guzmán ocupó tres tomos en su alambicada, pedante, hinchada y gongorina obra (tal como la calificó Mencos Franco) para presentar el discurso ideológico del criollismo colonial, los editores de Look nos han dejado, en una sola imagen, el retrato de lo que hoy es esa ilusión clasemediera impuesta por la oligarquía, de una supuesta sociedad mansa y tranquila, donde los pobres son parte del espectáculo, el telón de fondo, comparsas, parte indisoluble del paisaje.
Nada en la imagen, mucho menos en los créditos, refleja el esfuerzo por la equidad que los editores declaran en su comunicado. Las mujeres indígenas mestizas pobres, síntesis de la exclusión social guatemalteca, no tienen siquiera derecho a que se mencionen sus nombres. Mucho menos lo tiene el diseñador de sus vestuarios, como sí lo tiene quien diseñó el vestido primaveral y las fajas típicas que muestra la modelo.
En la sala de redacción de tan lujosa revista, nada de esto se puso en discusión. Las mujeres pobres son parte de la realidad, el ejemplo vivo de la Guatemala que nos obcecamos en mantener intacta, ya que así algunos podrán hacer brillar sus riquezas y, quién quita, con sus buenas obras, comprar cielos falsos.
El racismo, cordial o agresivo, pervive en nuestra cultura porque nos negamos a entender que es la pobreza la base fundamental de todos nuestros problemas. Y esta no se combate con comerciar sandalias, mucho menos con estilizar tejidos regionales para promover su consumo entre las élites.
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