Igual que jamás pude decirle Fidel a Castro, pues siempre me pareció sencillamente siniestro. Nunca pude romantizar las revoluciones latinoamericanas. Y la piñata, ese capítulo oscuro del final de la revolución sandinista que Sergio Ramírez describe casi diciendo «no fui yo» en Adiós, muchachos, confirmó mi incompatibilidad con la izquierda que cuenta la épica revolucionaria mientras saquea fondos públicos, fusila incluso a sus propios camaradas y cubre de impunidad su propia corrupción, con lo cual actúa a imagen y semejanza de la derecha a la que combate ferozmente.
Haber crecido escuchando War Pigs, de Black Sabbath, en una pequeña y conservadora ciudad colonial en los Andes es una de las claves para explicar mi falta de empatía con la letra del Unicornio azul, el patético Bombtrack, de Rage Against the Machine, e incluso Washington Bullets, de The Clash.
Digamos que, desde antes de que se inventara Facebook, esta actitud nunca me ha valido muchos seguidores ni likes. Aquellos que idolatran comandantes históricos o exitosos emprendedores de negocios nunca han acabado de entender que puede existir cierta fobia al poder, a sus estructuras y sobre todo a sus asociados, que actúan como apóstoles de conveniencia ya sea del libre mercado o del socialismo del siglo XXI.
Esa reflexión me acompañaba la primera vez que la carretera Norte me depositó entre las ruinas del centro de la Managua destruida por el terremoto de 1972, las cuales rematan el monumento al Combatiente Popular, que Kahaner escogió para su libro AK-47: The Weapon that Changed the Face of War. Mi cabeza seguía dando vueltas en un paseo la tarde de un sábado en el monumento a los veteranos de la guerra de Corea, en Washington D. C., y sigue allí ahora que escribo estas líneas y veo el socialismo de mi país persiguiendo con todo el peso de la ley a quienes denuncian la corrupción, y no a quienes la cometen.
Por supuesto hay ejemplos desde la otra orilla. Siempre hay que satisfacer a las masas que reclaman que se juzgue a los dos bandos. Metallica es uno de los ejemplos de cómo construir imágenes comprometidas con esa visión gringa tan patriótica y mesiánica de la historia. Por citar un ejemplo, The Day That Never Comes refleja una imagen heroica de una patrulla de rangers en Irak que no corresponde, por ejemplo, a los registros en video de Wikileaks que le valen a Assange una larga e incómoda estadía en la embajada ecuatoriana en Londres, por ahora sin acceso a la clave de wifi.
Tal vez es mejor quedarse con la oración punk de las Pussy Riot pidiéndole a la Virgen María que libre a Rusia de Putin (y que se vuelva feminista) o simplemente con los Green Day, que con el American Idiot crearon, sin haberlo deseado, un ícono que retrata muy crudamente a la sociedad gringa que fue a votar hace algo más de un mes.
Las multitudes que siguen las cenizas de Castro y las de aquellos que bailan frente a un restaurante en la Pequeña Habana no me impresionan para nada en comparación con aquellos que llenaron el Atanasio Girardot para rendirle homenaje al Chapecoense. Eso es deportividad en términos épicos.
Mi noche acaba escuchando Work Me y Have Mercy on Me, con los Black Keys rindiendo tributo a Junior Kimbrough, un blusero del delta del Misisipi que no necesita otra carta de presentación que haber sido esa influencia a la que se llama reverentemente bluesmen, como a Floyd Council y Pink Anderson. Y mientras disfruto de All Night Long, me digo a mí mismo que lo mío es el blues. Afortunadamente, no escribo sobre política.
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