Indudablemente todos los actores interactúan entre sí en un sistema que poco cambia. Sin embargo, obviamos el papel catalizador que ha jugado el Ejército, que, al margen de enfrentamientos sectoriales, de clase o de pueblos, ha sido en última instancia el determinante de que estemos como estamos.
Para concluir esta serie de artículos (los dos anteriores son este y este), señalo algunos aspectos que han determinado la marginalidad y la discriminación de los pueblos indígenas, derivados del rol del Ejército en la consolidación del Estado colonial. En el imaginario social se nos ha instilado la idea de un Ejército glorioso, heroico, unido graníticamente, defensor de la soberanía nacional, guardián del pueblo, que interviene para solventar desastres no solo naturales, sino también políticos, que es disciplinado y resguardo de valores que deben servir de ejemplo a los buenos ciudadanos.
Esa retórica oculta la realidad, ya que el Ejército ha sido la principal institución racista desde sus orígenes coloniales. El ejemplo más claro es el reclutamiento de indígenas, que antes era forzoso y ahora ya no, aparentemente. Sin embargo, la tropa sigue estando conformada por indígenas en su mayoría. Históricamente, la gente urbana, ladina y de clase media no ha sido reclutada como se hace con los indígenas: a la fuerza y en contra de su voluntad.
Hernán Cortés y Pedro de Alvarado instituyen el reclutamiento forzoso al obligar a los pueblos dominados a proveer hombres para integrar las milicias que luego serán usadas para conquistar territorios y saquear pueblos. «Entré a la ciudad de Guatemala (Iximché), que está a diez leguas de esta (Utatlán), a decirles y requerirles de parte de su majestad que me enviasen gente de guerra, así para saber de ellos la voluntad que tenían como para atemorizar la tierra»[1].
Hasta hace poco, aprovechando las fiestas patronales o los días de mercado en los pueblos indígenas, llegaban los camiones del Ejército a cazar jóvenes indígenas para llenar el cupo militar. Se cerraban las salidas del pueblo y, en medio de gritos y llantos de los familiares, soldados indígenas al mando de oficiales ladinos metían a golpes en los camiones a la juventud indígena. En las ciudades eso no ocurría: no agarraban a ladinos de la capital. En los desfiles militares, pelotones de soldados indígenas, de condición rural y pobre, marchan bajo el mando de un oficial ladino.
La prensa documenta acciones del Ejército ante los desastres naturales, aunque no sea su función. Hacen mal bacheo en las carreteras, donde se ven soldados mal nutridos y con rostros indígenas y rurales. El que manda es un oficial ladino la mayoría de las veces. Y lo que estos soldados hacen lo convierte en gloria la élite de altos oficiales: generales, almirantes, coroneles y no sé qué más cargos existen, que física y socialmente nada tienen que ver con la tropa indígena. La gloria y los honores para los altos mandos, y el sacrificio y el cansancio para los soldados.
En la guerra interna reciente, la mayoría de los muertos en ambos bandos los puso la población indígena. Y los réditos de la paz fueron para los altos mandos de la institución castrense. Según Schirmer[2]: «… los patrulleros llegaron a ser en su mejor momento 1.3 millones de campesinos al servicio de la contrainsurgencia y bajo el control directo del Ejército […] 24 % de la población adulta en edad de trabajar [fue] forzada a desentenderse de sus ocupaciones habituales de sobrevivencia para participar en la defensa de un orden que nunca conocieron». La convirtieron en una guerra entre indígenas.
Conclusión: la historia documentada evidencia el determinante papel del Ejército en la conformación del Estado y su responsabilidad en las condiciones de pobreza y exclusión de los pueblos indígenas, pero el mayor problema son sus elementos de virtudes y heroísmo que el sistema nos ha incrustado en el imaginario y que, en consecuencia, nos convierten en una sociedad mentalmente militarizada y, por lo tanto, permisiva, conservadora y con poco aprecio por la democracia y los derechos humanos.
***
[1] Lovell, George W. y otros (2016). Atemorizar la tierra: Pedro de Alvarado y la conquista de Guatemala (1524-1541). Guatemala: F&G Editores. Página 9.
[2] Schirmer, Jennifer (1999). Las intimidades del proyecto político de los militares en Guatemala. Guatemala: Flacso.
Más de este autor